Murcia y Tenerife en Málaga (X)
La llegada a la recepción del apartahotel fue de lo más chistosa. Al llegar juntos, con nuestras maletas de mano y el brillo en los ojos, nos confundieron con una pareja estable en vez de precaria. Nos trataron como tal, aludiendo a "tu novio/a", preguntando si el motivo de la estancia era un aniversario y colocádonos en otras coyunturas que nos hacían enrojecer y contener la risa al mismo tiempo. Nos pidieron muchísimos datos (por supuesto, todos confidenciales). Fuimos alternando las informaciones: él dijo la dirección postal, yo la de email, él su número de teléfono, yo el de la matrícula de mi coche, y así.
"¡¡Me encanta!!" Es lo primero con lo que prorrumpí al cruzar la puerta del apartamento. Teníamos habitación con cama de matrimonio, un baño exterior con bañera, cocina y salón integrados y una pedazo de terraza por donde asomaba el sol desde primera hora del día. "En serio, ¡me encanta!" volví a exclamar.
Lo primero que hicimos fue instalarnos en la terraza. Estuvimos un ratito al sol mientras intercambiábamos besos. Muy pronto decidimos el ir a comprar para la hora de la cena -esa noche nos quedaríamos en casa-.
-¿Quieres conducir tú?
-No, tú me llevas, yo confío.
-Pues no confíes tanto a ver si te salgo rana...- todo el tiempo era una guasa constante con él. Bromas, indirectas, juegos de palabras,... hacía imposible que se borrara la sonrisa de mi semblante.
Llegamos al supermercado conocido por no hacer publicidad (¡já!) y cogimos una cesta. ¿Qué cenamos? nos preguntamos ambos. Ese preciso momento fue el primero, desde que nos encontramos aquel viernes, en el que caímos en la cuenta de que éramos unos completos desconocidos el uno para la otra y viceversa. Como todo lo que había sucedido entre nosotros, lo resolvimos con naturalidad. Paseamos por los pasillos como si hubiésemos estado allí toda la vida. Continuamos bromeando, nos tomamos fotos al lado de los congelados, decidimos pasar de pagar veinticinco céntimos por un limón -aunque nos lo llevamos igualmente- y compramos cosas que no nos hacían falta pero daba igual.
Una vez de vuelta en el apartamento, fue él quien comenzó a preparar la cena. Mientras tanto yo le grababa vídeos manifestando mi intención de tener una prueba fidedigna que no dudaría en utilizar en el futuro "¡No podrás decir que no sabes cocinar porque lo hiciste la primera noche que pasamos juntos!". Y más risas. Y más fantasías sobre el devenir.
- Tío, ¡se te ha quemado el pan!
- Ay, no sé, fuiste tú que me pones nervioso. Además, me dijiste que lo querías doradito coño. -Me encantaba que terminase las frases en coño, porque además no lo pronuncia bien, le traiciona ese acento insular suyo que tanto me revoluciona.
La verdad fue que tenía razón: las salchichas aderezadas con un toque de limón les daba un toque sabrosón (¡me ha salido un pareado!). Acompañamos la cena con latas de cerveza -perdí la cuenta del número cuando iba por la segunda, a mí es que me hace falta más bien poco para que mis pupilas comiencen a titilar-. Ya estábamos (aun) más sueltos, es decir, no había ni un resquicio de vergüenza. Estábamos sentados en la terraza, iluminados sólo por el resplandor lunar y escuchando el soul que provenía de los altavoces del bar del recinto. Nos situábamos el uno frente a la otra, yo de espaldas al balcón y él dejando tras de sí la puerta corredera.
- Joé tía, es que yo sólo te veo media cara, ¡tú me ves entero! -no le gustaba que se le quedasen mirando, pero yo ¿qué podía hacer? a mí me encantaba admirar aquel cuerpo y contemplar su mirada.
- Vale, pues no te miro..., me quedo aquí con los ojos cerrados bebiendo mi cervecita... -decía mientras reclinaba mi cuerpo para atrás y elevaba el mentón hacia el cielo estrellado.
- No seas tonta, ven aquí... - se corregía inmediatamente mientras se acercaba hacia mí en silencio.
Nuestros labios se encontraron. Hablaban el mismo idioma, se entendían a la perfección. De vez en cuando abría los ojos para no dejarme llevar tan rápidamente, pero observaba que él los mantenía cerrados en todo momento y entonces sonreía.
- ¿De qué te ríes?
- No lo sé...
Llegamos a la habitación. Él encendió la televisión y yo me puse a sacar mis bártulos de aseo. Me apetecía darme una ducha después de todo el día encerrada en el coche, y también despejar un poco los efectos que "la cerveza" había provocado en mi interior.
- ¿Te vienes? - Me miró riéndose, pero vaciló por un instante ante la incertidumbre de si yo estaba bromenado o no.
- Voy calentando el agua... - Dije mientras me dirigía al aseo y dejaba la puerta abierta tras de mí, disipando cualquier duda que pudiera quedarle.
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Comentarios (2 comentarios)
Gabrii Marcháis hace 10 años
en serio, estoy megaenganchada a tu historiaaaaa
Vir SN hace 10 años
Aunque sea por una lectora yo también me engancho a escribir.