Te esperé en la Gran Vía

Llegué a la cafetería a la hora acordada. Me senté al lado de la ventana y pedí al camarero un café solo. Ojeé la prensa del día, con cierta pereza, mientras esperaba tu llegada. Siempre te retrasas unos minutos, eso no me importa, todo lo contrario. Me gusta adivinarte entre la gente que pasea por la Gran Vía.

Pero aquel día, desde el comienzo, todo resultó extraño. El café sabía mal, el camarero se había equivocado y le había echado un poco de leche, le dije que no se preocupase, que lo tomaría sin problemas. El camarero era un triste novato detrás de una barra plagada de absurdos adolescentes con ganas de emborracharse. Uno de ellos se acercó y me preguntó la hora.

Era muy tarde, te llamé al móvil, pero no contestabas. A lo lejos percibí tu pequeña figura; te movías con delicadeza bajo la lluvia, te tapabas con tu gabardina de color verde. Una placentera sensación de calor recorrió mi cuerpo.

Salí hacia ti, pero mientras me acercaba, me dí cuenta de que me había equivocado. Entré, nuevamente, en la cafetería, pedí otro café, el barman volvió a equivocarse, y el tío que me había preguntado la hora, volvió a realizarme la misma pregunta. Te esperé en aquel local desolado y desértico de la Gran Vía hasta que por fín me llamaste por última vez.