Laberinto de Piedra o el popurrí de espejos de hormigas
Uno_Cero
Llegué a Guimarães por primera vez y me encontré de frente con su mala cara. El centro comercial/estación de buses es un mamotreto gigante en la periferia de la ciudad, fácilmente reconocible por su decoración pastel y letras cursivas; brillantes, cincuenteras, espantosas “Guimarães Shopping”. Un día debió ser colorido, hoy tiene una capa fina de smog que le da el aspecto tétrico de los colores infantiles apagados. Es escenario perfecto para un libro de Stephen King. Comencé a esperar lo peor.
Yo tenía una mochila, una maleta XL con ruedas, una reserva en una posada y nada de portugués. Era como un niño tomando su primer tren. Tenía ansiedad, angustia, miedo, felicidad y ganas de llamar a mi mamá. Todo al mismo tiempo.
Como Europa es caro y yo soy necio, me arrastré con mis pertenencias hasta el hostal. Me saltaban los ojos de las abuelas y la buena voluntad de los portugueses que me veían aturdido. Me apresuraba y hacia el ridículo solamente porque así funciona, haces el ridículo, te apresuras, haces peor ridículo y te apresuras más. Así hasta el infinito. Cuando alcancé el centro se me acabaron las aceras y los carros le pitaban a mi maletota que hacía ruido con cada piedra cuadrada. Me arrepentí de no haber tomado el taxi, de caminar, de ser un falso hippie, del avión que me trajo al otro océano.
Treinta minutos después, me sentaba a ver el laberinto de piedra desde el balcón de la posada. Olvidé la angustia, el miedo, la ansiedad y a mamá.
Dos_Laberinto de Piedra
Un gris duro cubre alcantarillas, aceras, calles, bancas, paredes, ventanas, techos, nubes, niños, árboles, perros, madres. Parece una maqueta de dios. La maqueta de dios con sus mejores canteros. Los mismos que usó para las pirámides.
El centro histórico es un verdadero regalo. Inagotable. Cuando camino me encuentro con peluqueros de otros años, fruterías con abuelas dormidas, bares con cerveza de un euro, árboles para sentarse a ver la vida. Es un deleite extraño incluso para los que ya llevamos tiempo aquí, un legítimo paisaje armónico. Hay una comunidad de ancianos que juegan a la lotería en el mismo lugar donde los turistas toman la foto de “Aquí nasceu Portugal”, hay una fila de casitas del siglo XIX adornadas con cerámicas que debajo guardan farmacias, tiendas de recuerdos, restaurantes y hasta zapaterías. Tengo la sensación que todo está en el mismo sitio, mezclado de alguna forma que no logro entender y no se repite.
Arriba, sobre la colina, la ciudad remata en un palacio y un castillo. No es fácil acostumbrarse al paisaje. Parecen cuidadosos fotomontajes, como escenografía imposible de una película medieval, de esas cosas que solo se hacen en computadora. Conforme me acerco, veo las piedras rugosas y las antiguas saeteras en las torres, me hago a la idea de que los dos gigantes, en efecto, existen. No hay mejor lugar para ver un atardecer.Vinho do Portoy una copa sobre la roca elevada en una de las cimentaciones del castillo. Espectáculo de cielos azules violetas naranjas y negros.
Por las noches, Guimaraes brilla. Los más rígidos dirán que es por el granito, por los cristales bien formados del granito que cubre toda la ciudad. Parece más probable que las hormigas se pusieron de acuerdo en instalar millones de espejos tamaño hormigas de modo que, en las noches, las luces incandescentes reflejen puntitos de luz difuminados por todas las superficies. Como una ciudad de diamantes.
Continúa pronto.
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