Aroma, humo y azúcar
Mientras estudiaba en la Universidad de Extremadura, en el campus de Cáceres, me cogí dos semanas para visitar a un amigo al que conocí en Coimbra (Portugal), a su piso nuevo en el casco antiguo de Granada. El viaje de 12 horas en autobús desde Cáceres a una ciudad de la que no sabía nada, con trasbordo en Madrid, me echaba un poco para atrás pero lo echaba de menos y me apasiona escribir, así que las 12 horas eran buen plan.
Tras el inevitable trajín de paradas por el camino, comprar agua y patatas fritas extremadamente caras para evitar mi inanición, llegué a una ciudad con montañas cubiertas de nieve roja, un cielo azul cristalino y el último gran bastión morisco de España, la Alhambra, reposando tranquilamente sobre las colinas supervisando el creciente caos que es el centro de la ciudad de Granada. A mi me pareció como cualquier otra ciudad española, quizá más pintoresca de lo normal, pero muy del estilo de Sevilla o Badajoz donde ya había ido.
Nunca me había equivocado tanto. Mi amigo vivía a la sombra de la Alhambra, el terrón entre las rampantes del palacio y el casco antiguo, la parte más tranquila de una calle de único sentido abarrotada de tiendas, teterías y tabernitas que de alguna manera se expandían una vez cruzabas el umbral de la puerta y se transformaban en bares de tres plantas como los que no he visto desde entonces. Disculpad si me he puesto un poco poético en esta parte, pero todo es digno de mención.
Piedras blancas resquebrajadas asfaltan las calles, polvo que va a la deriva lentamente entre los edificios en pie desde antes de que los constructores del palacio huyeran al sur. El ruido de los mercaderes cuyas familias han trabajado igualmente en su comercio desde el mismo rincón durante generaciones de madres a hijas y de padres a hijos, vendiendo los más hermosos azulejos azules y rojos, alfar pintado y lámparas de azófar que jamás había visto y aún debía ver.
Y el té. Dios mío el té. El aroma a especias y hierbas que no puedo describir con palabras, mezclas y combinaciones que harían que un cliente promedio de Starbucks llorara de vergüenza por su vaso de 5 £ y que harían que los hipsters desde Londres hasta Moscú vendieran sus gafas y sombreros por probar una vez el cálido néctar más dulce que jamás cayera de una tetera a un vaso.
Colores que nunca antes había visto con tales mezclas y abundancias y tales claridades, el hormigueo de las cuerdas de los grupos flamencos interpretando cantes que eran claramente un gusto para la multitud pero que solo los oriundos conocían con todo lujo de detalles. La sangría más barata y más rica que jamás he probado, además de la más fría a las alturas de primavera. Los locales de kebab que se extienden por lo que parecen kilómetros hacia todas las direcciones y en los que cada shawarma sabe a milagro divino tras una botella de rioja y un chupito de güisqui, chorizo, cebolla morada y ajo.
Pastelerías pequeñitas y pizzas turcas, y si lo puedes llegar a imaginar, frío té helado y las gambas más suculentas que jamás he degustado fuera de Sorrento. Para una ciudad entre montañas, no está mal como logro. El aroma, las vistas y el ruido me atormentan, porque sé que no veré algo así en mucho tiempo.
Lo echo tanto de menos que algunos días hasta duele. Pero has de ir, ve y observa, ve y huele, ve y siente lo que mi cuenta bancaria y falta de becas no me dejará ver por lo pronto. Y si encuentras la tetería de Mustafa, o aquella pizzería pequeñita, o el restaurante tras la iglesia, decidles que este irlandés los echa de menos y que volverá de nuevo.
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