Mutriku, simple pero con mucho de qué hablar

Publicado por flag- Julen Diez — hace 4 años

Blog: Pequeños viajes
Etiquetas: flag-es Blog Erasmus EHU, EHU, España

Hoy os hablaré sobre la escapada más reciente que he realizado: Mutriku. Un pueblo de cinco mil habitantes situado en la costa guipuzcoana y muy cerca de la frontera con Bizkaia. Está situado entre Ondarroa y Deba, y aunque no sea pan comido el itinerario hasta llegar ahí, merece la pena hacer ese esfuerzo.

Hay tres maneras de llegar hasta ahí:

Si vais desde San Sebastián, la mejor opción es ir hasta Deba, cruzar el puente principal y dirigirte a la costa por una carretera el cual os llevará a Mutriku.

Si vais desde Bilbao o Vitoria, las tres opciones son asequibles: la primera, desviaros antes de llegar a Deba y atravesar la zona montañosa y gozar de las vistas que os ofrece el País Vasco en sus profundidades.

La segunda opción es ir hasta Ondarroa y luego desviaros a vuestro destino, pero esta opción solamente es recomendable si os encontráis ubicados en algún pueblo cercano, como Lekeitio, Markina u Ondarroa, mismamente.

Y la tercera opción, quizás la más rápida, es ir hasta Deba (si partís por el Oeste) y, cuando lleguéis a su primera rotonda, tomad la segunda salida, el cual os llevará al lado izquierdo del río y, un poco más tarde, al tramo que roza con el mar. De esa manera, pronto estaréis aparcando en vuestro destino, y como recomendación, en el parking al lado del campo de fútbol.

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Nosotros cogimos la primera opción porque no sabíamos de la existencia de la tercera, pero de todas formas le sacamos buen provecho al camino y pudimos conocer las montañas y los pequeños barrios que se escondían por la zona. 

Y desde aquellos montes pudimos divisar Mutriku al completo, una autentica maravilla de paisaje. Un pueblo pescador lleno de colores y con un contraste del lado viejo y el moderno, todo ello conjuntado con el gran puerto que conquistaba su costa.

Si alguna vez tenéis la oportunidad de acercaros a este modesto pueblo, no dudéis en hacerlo. Merecerá la pena. La verdad es que no hay muchas atracciones turísticas, y el pueblo tampoco es tan grande ni tan conocido como Durango o Zarautz, pero lo poco que tiene que enseñar marca la diferencia, y bastante. Lo poco que hay para ver aquí pone en duda la pena de visitar las ciudades grandes, porque enamorarse tan rápido de un lugar no es fácil, pero Mutriku lo consigue, y lo consiguió en mi caso.

Para daros una idea, Mutriku se puede resumir en tres palabras:

La primera, “calles”.

La segunda, “gastronomía”.

La tercera y plato fuerte, “puerto”.

Para descubrir el verdadero significado de las tres palabras en este encantador pueblo, tuvimos que caminar y caminar y explorar. Así es como dimos en el clavo con ellas.

Nosotros aparcamos en una zona muy apartada del centro, al lado del campo de fútbol, aunque hay que admitir que el centro tampoco estaba lejos. Eso, al fin de al cabo, era un punto a favor.

El parking estaba relativamente cerca del puerto, pero dimos la vuelta entera para empezar con nuestra travesía desde el principio, es decir, desde las calles, para luego terminarlo en el puerto y volver al aparcamiento.

Rodeamos el campo de fútbol y nos metimos por unas escaleras que llevarían a otras escaleras o a otras cuestas que llevarían a cruces, túneles por debajo de las casas u otros aparcamientos. Por lo que vimos, Mutriku era bastante laberíntico. Tenía muchas cuestas, calles serpenteantes, escaleras en espiral y ningún mapa. Pero por lo menos el pueblo no era muy grande y, por lo tanto, no era fácil perderse.

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Conocimos bastante rápido la zona, dando vueltas descontroladamente por las interminables calles y el desorden que había en ellas en cuanto a la colocación de los edificios. Pero era de esperar. Aquello no era Barcelona, aquello no estaba construido basado en la estructura urbana. Pero era muy típico entre las villas, y más aún en las vascas.

Las calles de Mutriku eran un simple laberinto que con unas cuantas confusiones y pérdidas de orientación te ubicabas y conseguías llegar a tu destino: la plaza del “poteo”.

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Sí, poteo. Ese ritual donde se reúne toda la cuadrilla y se toman unos pintxos y alguna cerveza antes de ir a comer. Ese arte de orígenes del bar vasco cuando la música del momento era el cotilleo y las conversaciones interesantes y no había calle por dónde pasar cuando sucedía este evento. Y ahora tampoco, desde luego que no ha cambiado nada.

La zona del poteo de Mutriku, por lo que parecía, era la plaza de Beheko Plaza (La plaza de abajo), un espacio limpio y lleno de mesas que adornaban las casas que lo formaban, casas tan bien pintadas y perfectamente conservadas en su color original. O eso nos hacían creer.

La luz del sol las embellecía todavía más y te invitaba a sumergirte en un bucle de miradas asombradas perdiéndose por el cielo brillante y claro de aquel sábado. Era estupendo, pero todavía teníamos mucho por delante, mucho por el cual quedarnos anonadados.

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El poteo estaba llegando a su fin y creímos que ya era hora de comer. Preguntamos a unos residentes cual restaurante nos recomendarían para comer, y ellos, sin dudarlo por un segundo, levantaron la mano y, estirándola, nos señalaron la calle por la que había que ir antes de decirnos el nombre del restaurante: Ametza.

Por la súbita reacción que habían tenido aquellos habitantes de Mutriku, pensamos que el restaurante tendría mucho prestigio, así que confiamos en ellos y subimos por la calle que nos indicaron.

Y creo que una de las calles más bonitas del lugar.

En la zona noroeste del casco viejo, las calles (y sobre todo la de Erdikokale, "la calle de en medio" en Euskera) eran mucho más coloridas que el resto, con casas amarillas, verdes, azules, color salmón y varios tonos parecidos, todos brillando con el reflejo del sol y con nuestras sonrisas al contemplar tal belleza.

La calle no era muy larga, pero aunque su comienzo no fuera muy atractivo y tan impactante como lo era en el resto del tramo, era una de los factores del proceso de mi enamoramiento. Aquellas fachadas parientes del arcoíris me recordaban mucho a los pueblos amalfitanos y ligures. Pero tampoco hacía falta irse tan lejos para compararlo con otras joyas costeras, como por ejemplo Hondarribia, del cual ya hablaré en otra ocasión.

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Después de caminar alrededor de cinco minutos, que es lo que duraba recorrer la calle entera, llegamos a la plaza a la que nos habían indicado y en el cual encontraríamos nuestro querido restaurante: Txurruka Plaza. Era la plazuela donde se situaban el Ayuntamiento de Mutriku, la Oficina de Turismo y la Parroquia Nuestra Señora De La Asunción, además del restaurante famoso.

Y tan famoso que no encontramos mesas libres en su interior. Afortunadamente, los camareros fueron muy amables con nosotros y nos acompañaron a una mesa en el exterior y nos lo prepararon en muy poco tiempo. Nos trajeron el menú en un santiamén, y debo decir que nada más abrirlo ya tenía hecha la boca agua.

Cuando miramos del menú, nos percatamos de que la mayoría de los platos estaban relacionados con el marisco, pero también había carne y otro tipo de comida, para todos los gustos.

Sinceramente, quería degustar todo el menú por la buena pinta que tenía, pero solo podía elegir dos platos y postre, ya que en ese caso, la comida saldría muy cara. 

Entre nosotros cuatro, pedimos jamón serrano para picar, algo que me enloquecía muchísimo, y aquel también. Vaciamos el plato poco después de que el camarero volviera a entrar al restaurante. Fue una vía estupenda para calentar los motores. 

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Cómo primer plato, pedí uno de pulpo, y no me arrepentí de haberlo hecho. Estaba riquísimo condimentado con aceite de oliva y pimentón rojo dulce, y los tentáculos estaban muy esponjosos, muy jugosos y muy bien hechos. Era una maravilla, y de verdad que se merecía cinco estrellas. Me lo terminé en menos de lo que canta un gallo. Sí, aquel día tenía bastante hambre.

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Como segundo plato, pedí chipirones en su tinta qué también era algo que me gustaba. Y como ya vais viendo, todo lo que pedía estaba relacionado con el mar, pero tampoco era sorprendente: estaba todo tan delicioso que era imposible marcharse sin antes haber probado un mordisco de cualquier plato marítimo. Era irresistible.

Este plato me lo trajeron bastante caliente y la tinta burbujeaba mientras salía vapor por todos los lados, aunque tampoco era para tanto. Sin embargo, sí hubo un momento donde me salpicó un poco la tinta, y yo, con lo que soy en el tema de la ropa, me puse un poco molesto, pero no pasaba nada.

Volviendo al tema de la comida, he de admitir que a pesar de estar muy caliente, estaba bastante rico, la tinta tenía un sabor muy bueno y la textura de los chipirones el triple. Inexplicable.

Por otro lado, mis padres pidieron rape y tenía buen aspecto, aunque no me atreví a saborearlo debido a que el pescado no es de mis platos favoritos. Además, el camarero tuvo un gesto muy  bonito y nos lo cortó delante de nosotros y nos lo sirvió en los platos, excepto en el mío, claro.

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Por último, quise pedir postre, una buena manera para bajar todo lo que había ingerido anteriormente. Tenía varias opciones, como helado, cuajada o tarta de manzana, pero me decanté por la de queso, uno de mis acompañantes en esta vida desde hace muchos años. Y al que nunca he fallado, y menos lo haría ahora.

Todavía sigo dudando sobre si era casera o no, porque realmente lo parecía. Me recordaba mucho a las tartas de mi abuela, y estaba igual de sabrosa. La galleta estaba crujiente, el queso fresco y la mermelada era de otro mundo.

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En conclusión, fue una buena comida y para todo lo que comimos nos salió barato, la verdad.

Nos quedamos un rato en la mesa charlando y descansando, ya que  habíamos dado por hecho que tendríamos mucho por conocer el resto del día. Nos dimos un respiro y hacia las cuatro la tarde nos levantamos y nos acercamos a la parroquia de la plaza que todavía no habíamos visto. Era una edificación bastante grande, con unas escaleras interminables y anchas, y su altura era impresionante. Se merecía que tuviéramos un poco de atención, esa atención que no le dimos cuando le teníamos de frente en la mesa del restaurante.

No tuvimos oportunidad de acceder al interior, pero al menos pudimos sacarnos unas cuantas fotos para recordarlo y para que la próxima vez que fuéramos a Mutriku, no se nos olvidara visitarlo y entrar.

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Cuando ya superamos los treinta minutos mirando detalladamente a la parroquia, caímos en la cuenta de que no teníamos tanto tiempo como nos lo imaginábamos para conocer todo el pueblo, y creímos que ya era hora de bajar por las calles para poder conocer el puerto del que tanto hablaban los amigos que nos lo habían recomendado ver.

Cruzamos un par de calles y nos desviamos hasta la parte oeste del pueblo, justo arriba del puerto, y no lo hicimos accidentalmente. Nos desviamos para poder tener unas vistas completas, por no decir las mejores, al mar y al puerto. El agua tenía un color muy bonito y limpio, el sol había salido y los colores de las casas se veían más claros y preciosos. Debajo de aquel mirador, descubrimos un bosque de escaleras que nos llevarían a muchos rincones del pueblo que a su vez estaban muy cerca entre sí.

Nosotros bajamos por unas que nos llevaron a una pequeña y simple plaza por donde se veía mejor el mar y por donde se podía ir a la plaza de poteo (como ya lo he dicho previamente, todo estaba cerca).

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Bajamos diferentes escaleras poco a poco, con el objetivo de no perdernos ningún detalle sobre nuestro entorno, como por ejemplo las esculturas, los parques, las fuentes… Y algún que otro camino que terminaban en portales o puertas tanto traseras como principales de bares y restaurantes.

Nos confundimos de camino más de una vez, pero no perdimos mucho tiempo, ya que todo estaba tan cerca que el muelle apareció en frente de nuestros ojos antes de lo hubiéramos divisado desde lejos.

El puerto se dividía en tres zonas: la de las embarcaciones, la de la playa y la contención de olas. La primera era un poco cerrada  limitada, hasta arriba de barcos, lanchas motoras, motos acuáticas y coches aparcados por todos los lados, un hecho bastante molesto debido a que estropeaban un poco la imagen del puerto, sí en mi mente y sí en mi cámara.

Avanzamos por el lado izquierdo del puerto, que es por donde se llegaba a las otras dos zonas, además de más edificios y la carretera dirección Ondarroa. En medio del embarcadero, entre los barcos atracadas y las motos acuáticas y los coches aparcados, había un estrecho muelle el cual lo ocupaba por completo una brasería, que actualmente no sé si sigue abierta, por su apariencia no lo parecía, aunque no me atrevo a confirmarlo.

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Intentábamos acercarnos a la playa pero en cada paso que dábamos nos alejábamos del pueblo. Entonces nos girábamos para ver cómo se veía desde aquel punto, y es verdad que en todas se veía igual de precioso. Mutriku era extraordinario, y no había excusa para dejar de mirarla como si estuvieras enamorada/o.

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Llegamos al primer muelle del cual se veía mucho mejor el pueblo portuario, sin los coches de por medio. Por aquel punto también se veían pequeños barcos entrando y saliendo, y pescadores intentando llevar algo al plato.

De camino al segundo muelle, que a lo tonto, a lo tonto, estaba un poco lejos del primero, descubrimos pequeñas casetas de pescadores pintados a mano con colores suaves pero vibrantes y vivaces. Desafortunadamente, la mayoría de ellos se encontraban destrozados, sin techo o solamente con la puerta de pie. Me hice una idea de la razón de esta pérdida: o bien a causa de alguna marea o bien a causa de un oleaje salvaje y de un temporal fuerte y duro que habría arrasado toda la costa.

Era una autentica pena verlas de esa manera porque eran una pequeña pero valiosa joya en cuanto a la tradición y a la cultura pescadora, pero afortunadamente pude ser testigo de alguna caseta en perfecto estado, o por lo menos en mejor estado que las demás.

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Y justo a pocos pasos de las ruinas llenas de colores y nostalgia estaba el segundo muelle. En él se encontraba la playa, una playa no muy grande pero muy buena para amantes de las olas y para los atrevidos de bañarse entre ellas. Debido a que la contención se situaba al otro lado el puerto, la playa se encontraba rodeada de olas y de la salvaje naturaleza.

Sin embargo, me pareció un buen sitio para bañarse y para tomar el sol, a pesar de que día no fuese el más adecuado ya que el cielo estaba nublado y hacía viento. Los días nublados también se pueden aprovechar estando en la playa: mientras uno se sienta en la arena contemplar el furioso mar con un poco de música y buena compañía.

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Y ahí terminaba el puerto, a 200 metros de la playa. La contención de olas era la parada final, el fin del trayecto. Pero qué fin de trayecto: un muro monstruoso más ancho que el propio pueblo, con maravillosas vistas al mar, a toda la costa guipuzcoana (incluso era posible ver Francia desde ahí, aunque muy lejos) y otras playas que se escondían entro los acantilados y las montañas. En el lado izquierdo del muro había una piscina natural, pero no fuimos conscientes de su existencia hasta el momento en el que vimos las escaleras para bajar al agua.

La piscina se había desbordado debido a la marea y en ese instante formaba parte del mar, era otro trozo más del puzle.

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En el otro lado vimos un criadero de peces, exactamente de rodaballos y lubinas. Pero no puedo dar más detalles, no sé nada más. Solo sé que seguía estando activo y que no era de gran tamaño.

Subimos las escaleras de la contención y pudimos ver el mar al completo, con su cielo nublado pero colorido a causa de los últimos rayos de sol que se presenciaban en ese anochecer. También tuvimos la oportunidad de ver cómo las montañas terminaban en el mar, ciudades como Deba o Zarautz al fondo y entre la niebla, y playas pequeñas y aisladas de la civilización pero playas que preservaban mucho encanto. El mar estaba cautivadora ese día.

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Desgraciadamente, no pudimos recorrer el muro de una esquina a otra por nuestra falta de tiempo, así que dimos la vuelta y, con mucha pena, volvimos al querido pueblo con los paraguas abiertos y el mapa en el teléfono móvil para poder encontrar el aparcamiento donde reposaba nuestro coche.

Hacia las siete de la tarde, cuando todo se oscureció y las farolas ya estaban encendidas, nos subimos al coche e iniciamos nuestro camino a casa, pero esta vez por la costa. Así, aprovechamos para conocer Deva un poquito.

Pero eso ya es otra entrada.


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