El faro verde
Nunca me ha gustado particularmente correr, en realidad hay veces que me parece insoportable, pero hay ocasiones en las que es necesario hacer algo que suponga un gran esfuerzo para sentir que no somos una nulidad como personas.
Levantarme a las 6:30 de la mañana y salir a correr me costó mucho trabajo, pero al final lo he conseguido y puedo decir que el destino valió por completo la pena. Y es que si uno vive en un lugar donde hay mar, quedarse dormido y en casa es un desperdicio de ese mar. De modo que me decidí a llegar hasta el faro verde.
Poco acostumbrada al ejercicio de gran intensidad, al llegar al faro estuve a punto de vomitar, pero imaginé lo horrible que sería para un atleta de verdad, porque muchas personas corren ahí, pisar mi cena del día anterior y me contuve.
La gente llega corriendo y se va corriendo, pero nadie se queda en el faro, yo, más partidaria del romanticismo que atleta, estuve andando sobre la barda que separa la calle del mar para ver el amanecer.
No voy a negarlo, tener la oportunidad de estudiar en otro país y vivir en una localidad tan bonita como Cartagena es una gran suerte, pero la verdadera fortuna está en conocer a alguien que te muestre los recovecos de la ciudad, esos sitios colmados de un encanto discreto y que a veces se escapan de los panfletos turísticos.
Y pues nada, si ya estás inspirado, desempolva tus zapatillas (aquí los tenis se llaman así) y a correr.
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