Por estas calles

Salgo del trabajo quince minutos tarde y sé lo que me espera. Quince minutos hacen la diferencia entre una cola de 10 personas y una cola de dos kilómetros. Camino hacia el sur, alejándome del Ávila, hacia la parada... la primera de tres paradas en mi camino de vuelta a casa. 

Apenas llego a la parada de Altamira pasan muchos buses que van a Chacaíto, el problema es que todos van abarrotados y tengo que ir con la mitad del cuerpo fuera del bus, en las escaleras de la entrada. El tráfico se mueve lento y los 5 kilómetros que separan Altamira de Chacaíto se hacen eternos. Escucho al chófer hablar con su copiloto acerca de un caucho malo que no tiene dinero para reparar y que espera no los deje tirados en las "zonas candela". El chófer se detiene cada dos minutos a recoger gente en la calle hasta que una señora le grita desde atrás "¡Mijo ya no cabe más gente!" Y otra muchacha grita desde la calle, diciendo que en el pasillo hay espacio, que se muevan, que ellos también quieren llegar a su casa. El chófer se voltea, se ríe y dice "Vergación sí vamos full" mientras observa complacido a la gente que se retuerce para conseguir un mínimo espacio en el que colocar su humanidad, lo que significa más efectivo para él.

Llegamos a Chacaíto, me bajo del bus. Camino hacia una parada sólo para preguntar dónde queda la parada de los buses para Baruta. "Al otro lado de la plaza, mija", me dicen. Cruzo la plaza y veo una cola de aproximadamente 30 metros y suspiro aliviada cuando me dicen que esa es la de las Minas de Baruta, que la cola de Baruta está más a la izquierda, y es un poco menos larga. En la cola una muchacha está indignada por este gentío que "no sabe hacer cola", porque ella tiene cinco o seis años viajando de Chacaíto a Baruta todos los días y todo el mundo sabe que la cola del Hatillo y la de Baruta van separadas. Además, "en todos estos años nunca había visto una cola tan larga. Lo próximo es caminar en fila, uno detrás de otro, por la autopista" me dice la muchacha. Me doy cuenta muy tarde que estoy en la cola de los "parados", que es la gente que está dispuesta a ir parada en el bus cuando se acaban los asientos y los de la cola de "sentados" no quieren ir parados. Un sistema bastante justo, si me preguntan a mí... la fila de los que van sentados es muy larga y si ellos prefieren esperar otro bus con asientos, dejan que los parados vayan pasando. Soy la última en entrar al bus, cierran la puerta detrás de mí y me siento aliviada de poder recostarme de ella, luego de tanto bus y tanto caminar. Pero a los dos minutos abren la puerta de nuevo, haciendo que casi me caiga, salvada por un muchacho con reflejos para halarme justo a tiempo. Un amigo del chófer se monta detrás de mí y ahora sí no cabe más nadie. Voy incómoda, apretada, casi cayéndome, sosteniendo la cartera y la lonchera con dos dedos... y este es el trayecto más largo. El señor amigo del chófer nos pregunta si queremos comprar Ibuprofeno. En la calle cuesta 70 mil y él lo está vendiendo a 20 mil, para poder arreglar su moto, porque "estas colas no se las cala nadie y en el metro casi beso a un carajo el otro día de lo apretados que íbamos". Nos empieza a contar de su amada moto, con la que a veces buscaba a su esposa en la Universidad Central de Venezuela, donde trabaja. Este comentario hace que recuerde la peor experiencia de su vida y, por supuesto, empieza a contarla para que la escuchen todos los que están cerca. Un día llevó a su esposa a la Universidad y unos motorizados le trancan el paso a su moto, le piden que se baje y le dicen que no le van a hacer nada. Él se baja y ellos le arrancan el casco y los lentes; esto lo molesta porque "no había necesidad, ya había entregado la moto" y hace un comentario cualquiera; los malandros lo escuchan y antes de irse le meten dos tiros: en el hombro y en la pierna. La gente se aglomera alrededor de él y unos Guardias Nacionales que estaban cerca rehúsan llevarlo en moto al hospital porque "ellos no son ambulancia", Lo llevan al Hospital Universitario y no lo atienden porque ya había 20  tiroteados en cola y "no hay antibióticos para el 21", lo llevan a otro hospital que no recuerdo, en el que lo dejan en la sala de espera hasta que su mujer se desespera y decide pagarle ella misma a una ambulancia que lo lleve al Hospital Carreño. Eso es todo lo que recuerda el señor, lo siguiente que supo es que pasó 41 días hospitalizado. Al salir del hospital, se va con su cuñado, un tipo con alto rango en la Guardia, a buscar a los "soldaditos esos que no quisieron ayudarlo en la Central". Descubrieron que estaban confabulados con los motorizados que robaban por ahí y el cuñado les ofreció plomo -disparos- "pa que sean serios"; pero no llegó a eso, sólo los mandaron a meter presos -a los Guardias, no a los motorizados-. El señor se recuperó y le dijo a su esposa que más nunca la buscaba, pero no le queda de otra, si la mujer sale tarde y no hay camionetas hasta la casa. El fin de la historia coincide con la llegada a Baruta.

Camino a la Plaza y me monto en la primera camioneta que veo que pasa por mi urbanización. Va llena, por supuesto, pero quedo en la puerta y no es tan grave. El tráfico avanza bastante rápido, a pesar del deslave de tierra que hay a un lado de la carretera de Baruta, reduciendo los canales de carros a uno solo, situación que ya va para un mes. me bajo en frente del Placer y camino cuesta arriba hacia mi casa -mi residencia- en la que viví en mis años de estudiante y sólo puedo pensar en que ahora que soy una profesional con trabajo, tuve que volver a mi hogar estudiantil, porque en este país las cosas se mueven sólo hacia atrás o para abajo.

Finalmente, después de hora y media de camino, llego a mi casa y apenas aguanto las ganas de llorar. Llorar por el señor que le pegaron los tiros, por los otros a los que han robado y robarán esos malandros que nunca metieron presos, por la gente que está peor que yo, teniendo que llegar a una casa sin comida, después de haber pasado tres horas para llegar allí. Apenas aguanto el llanto porque ayer fueron las elecciones de alcaldías y el Gobierno arrasó, o dicen que arrasaron, como si estuvieran burlándose de todos los venezolanos con los que compartí bus hoy, de las penurias que escuché y que ví. Apenas aguanto el llanto por el abarrotamiento, el cansancio, la enfermedad y el hambre que veo todos los días en mi camino al trabajo y de vuelta aquí. Pero por estas calles la gente no llora. La gente trabaja, cocina con lo que puede, se quejan, hacen chistes al respecto, algunos roban y otros pocos matan, todos luchan... pero nadie llora. 


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