Caracas, ciudad de contrastes.
Caracas cobra vida a las cinco de la mañana: a esta hora, muchos ya están en la segunda camioneta camino a su trabajo; a esta hora, ya habrán hecho desayuno y probablemente el almuerzo para los niños. Desde temprano, se pueden ver colas de personas esperando en fila para entrar a las farmacias y a los supermercados; gente esperando por las camionetas que los llevarán a las estaciones de metro más cercanas, donde tendrán que esperar largos minutos por un tren en el que puedan abordar sin asfixiarse o sin contraer su cuerpo en formas insospechadas. En Caracas, los afortunados que pudieron comprar cuando en los concesionarios aún había carros, tendrán que vivir un tipo diferente de asfixia, una en la que la cantidad de carros a su alrededor, inmóviles, bloquean las salidas y las calles, imposibilitando reuniones importantes, trabajos, presentaciones… En Caracas hay un zumbido constante, una vibración elemental que viene de la velocidad acelerada con que la gente vive, del miedo que congela a los caraqueños cuando tienen que caminar por una calle oscura, o agarrar un bus en el terminal de La Bandera. En Caracas, el rey de la jungla es el motorizado que se le atraviesa a los carros, que se le encima a los peatones, que atemorizan a los ciudadanos debido a un estereotipo si no siempre justo, al menos bien justificado. En Caracas, el Ávila domina el paisaje, abraza la ciudad y le da fuerza a los caraqueños, fuerza para seguir trabajando y estudiando en un país en el que las oportunidades son cada vez más inexistentes y las historias cada vez más increíble; el Ávila hace que el caraqueño común mire hacia arriba y se olvide por un momento de que está en Venezuela, o al menos de que sueñe que el país es tan puro y verde como el cerro que es el centro de su capital.
Esta es la ciudad en la que estudié cinco años, pero que no viví completamente. Ahora trabajo en el corazón de Caracas y todos los días me sorprenden las dualidades de la ciudad. Aquí, la gente puede ser amabilísima. Son verdaderos reyes de la hospitalidad una vez que superan el primer e instintivo susto que tienen cuando te diriges a ellos en la calle. Todos, absolutamente todos tienen la misma mirada de sorpresa cuando les pregunto cuántas cuadras quedan para llegar a Chacaíto o cuál es la dirección del metro para llegar a Altamira; porque es que aquí el código tácito indica que no se puede demostrar, bajo ningún término, que estás perdido o desorientado, porque te conviertes instantáneamente en un objetivo fácil. No hacer contacto visual, no hablar con gente en la calle, caminar rápido… son normas básicas para andar por Caracas sin que te roben el poquito efectivo que te queda para pagar el pasaje. Y, sin embargo, siempre se puede escuchar una buena conversación mientras esperas por tu bus en la cola; luego, mientras el bus se escabulle entre camiones, motos y carros, y trata de avanzar en una cola que no avanza, siempre se puede hablar de algo con los otros venezolanos que vuelven cansados del trabajo, pero siempre dispuestos a desahogarse con desconocidos y dejar que desconocidos se desahoguen con ellos, siempre y cuando apruebes su escaneo de seguridad. Ese escaneo es algo automático, instintivo y necesario que todos los venezolanos hacemos cuando nos detenemos en cualquier esquina, cuando vamos en cualquier bus, cuando hacemos cualquier cola… es una evaluación de riesgos que hacemos sin darnos cuenta, para asegurarnos de que no hay personajes sospechosos o motos mal intencionadas intentando amedrentar y robar a otros ciudadanos que sufren las mismas penurias que ellos.
Hace un par de días llegué muy temprano al trabajo. Me quedé fuera, sentada en los bancos del edificio de enfrente, esperando que se hiciera una hora decente para subir a la oficina. Me senté allí porque ví a una muchacha que pasó mi escáner de seguridad. Sin embargo, ella apenas estaba recomponiendo el suyo, mientras me contaba del susto que había pasado esa mañana: se había despertado tempranito para salir a buscar un trabajo limpiando casa u oficinas, y saliendo de su casa vio a unos tipos robando a una señora, mi compañera de banco se asustó tanto que salió corriendo y se cayó, desperdigando sus papeles por el piso. “¡Esta ciudad del carrizo, presenciando un robo y cayéndome antes de las seis de la mañana!” fue la reflexión final de la muchacha. Instantáneamente supe que su casa tenía que quedar en uno de los barrios que abarrotan los cerros de Caracas, donde las leyes no aplican o son totalmente diferentes, esos barrios que son un país distinto, un universo ajeno al mío, una Caracas distinta; apenas me di cuenta de esto, supe dos cosas: era una muchacha honesta y trabajadora, y no tenía mucha educación. Sin darme cuenta, empecé a cambiar el discurso y las historias que normalmente comparto con mis amigos; ahora, sin quererlo, hablaba de lo difícil que está todo, de lo caro, de la inseguridad, de la necesidad de trabajar… ni una sola vez dije nada acerca de la gran ayuda que eran mis padres, ni lo consentida que soy, ni lo maravillosa que es mi universidad, ni mi recién adquirido trabajo de analista en una consultora de geofísica. Y no es que yo tenga mucho dinero, pero sí soy del lado privilegiado de los venezolanos, con padres profesionales, una hermana estudiando con una beca en el exterior, yo misma recién graduada y ejerciendo, y Venezuela es un país en el que todo esto es un pecado para cierto grupo de venezolanos. No es que la muchacha fuera mala, pero en un país con una dicotomía social tan marcada, tener educación y cultura muchas veces te convierte si no en presa al menos en objeto de crítica y rechazo por una parte de la población.
Pero Caracas es tan caprichosa que así como hay gente con la que sabes que debes seguir únicamente ciertos cursos de conversación, hay otras a las que seguirías sin dudarlo, como el muchacho que me dijo que él también iba para plaza Altamira, que camináramos juntos.
En Caracas, la gente te dice que camines al norte y al este y al sur, sabiendo que Ávila siempre es la referencia. En Caracas, los camioneteros deciden tu destino, si quieren meterse por una ruta u otra. En Caracas, ciudad de contrastes, se ve gente muy pobre, buscando comida en la basura, niños pidiéndote desayuno en las afueras de las panaderías; y se ve también gente que alquila apartamentos en dólares, que sale del trabajo y se toma un café con sobreprecio en la casa de Rómulo Gallegos, que va en taxi hasta la hacienda La Trinidad para comprar el rico y caro chocolate caliente que venden. En Caracas, hay gente muy culta, que va en las mismas camionetas con analfabetas. Gente muy honesta y muy pobre, que le da al niño que pide en la calle la mitad de su empanada.
En Caracas, si sales después de las cinco, el metro es misión imposible. Simplemente no se puede abordar ningún tren… no hay trenes suficientes para la cantidad de gente que quiere desplazarse por la ciudad en horas pico. Entonces tienes que caminar y caminar, y a veces es bonito y a veces muy feo, porque ver la pobreza y la necesidad de tantos profesionales duele en el alma. Porque ver a tanta gente buscando comida, pobres y ricos, no tiene sentido. Porque no está bien que los autobuses que van por las calles estén tan abarrotados que me recuerdan a las barracas de Auschwitz. Y entonces sigues caminando, pasando panaderías con colas de gente que quieren comer pan después de semanas. Y sigues caminando y pasas por al lado de esa madre que gastó el sueldo comprándole una chuchería a su niño, para complacerlo una vez, para hacerlo olvidar tanta carencia. Y caminando puedes ver a madres con tres niños, haciendo malabares con los bolsos y las loncheras y el siempre abarrotado transporte público. Caminas y caminas y ves los grafitis de protesta junto a la publicidad engañosa y cruel de un gobierno que sigue asegurando que el sueldo mínimo de Venezuela está entre los más altos de Latinoamérica, y que aquí todo lo que está mal es por culpa del Imperio. Le pasas por al lado a edificios con los ojitos de Chávez y te dan escalofríos. Y caminas hasta una parada de buses con una fila de 20 metros de largo, que te da tiempo de pensar en todo lo que ha salido mal en este país, en lo disfuncional y difícil que es todo, y en cómo cada vez somos más como islas, tratando de sobrevivir como podemos. Y, sin embargo, mientras piensas todo esto, miras alrededor y dices: ¡qué bonita es Caracas!
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