Mientras sus vidas mejoraban, yo crecí como persona

Inicialmente me resultó apurado empezar a tratar con la gente. Una vez que establecía una conversación con alguno, me encontraba con un millón de dudas como: ¿debo preguntarle sobre su pasado, sobre qué circunstancias le llevaron a terminar en la calle? ¿Le hablaré de una noticia reciente, teniendo en cuenta que está totalmente desconectado de las ocurrencias actuales, de lo que está pasando en el mundo? ¿Le parecerá bien que le pregunte cómo se encuentra, sabiendo que esta noche ha dormido bajo la lluvia? En la mayoría de los casos las conversaciones no se veían entorpecidas por demasiados momentos incómodos, pero todo dependía de la situación del cliente. A pesar del sufrimiento que supone no tener un lugar donde albergarse, la mayoría de ellos no inspiraban lástima, sino alegría y serenidad.

Una vez me tocó tratar con una señora que se había quedado demente tras la muerte de su bebé. Cuando llegó al centro, la mujer empujaba un carrito muy sucio y viejo lleno de pertenencias de su fallecido hijo. Era española y no hablaba demasiado bien el inglés, por lo que el director del centro me pidió que me acercara a ella. Me sentía muy feliz de poder conversar en su idioma, pues, al fin y al cabo, yo mejor que nadie conocía esa sensación de alivio al poder utilizar tu idioma después de sentirse incomprendida por los nativos de un país foráneo. Reino Unido tiene muchísimos extranjeros, y una buena parte de ellos viven en la calle. Son, en su mayoría, rumanos y húngaros, entre otras nacionalidades, que llegan a ese nuevo destino con la esperanza de encontrar un trabajo y unas circunstancias superiores a las de su país, y se encuentran a los pocos meses desempleados, desconociendo el idioma y sin dinero para pagarse un billete de vuelta con su familia.

La señora, que llevaba una cantidad exagerada de joyas, los ojos maquillados de verde y dos enormes círculos rojos pintados en sus mejillas, me dijo que le gustaría lavar la camiseta que agarraba con una mano muy sucia, de uñas mal pintadas con diferentes colores rechamantes. Me ofrecí a acompañarla a la lavandería, pero entonces ella sacó una lavadora de juguete, como las que usan los niños para “lavar” la ropa de sus muñecos, y me dio a entender que la utilizaría para lavar su camiseta. Lo decía totalmente convencida, y me quedé petrificada. No sabía cómo reaccionar. Intenté explicarle que aquella lavadora no funcionaba, que era de mentira, pero me di cuenta de que la señora estaba completamente desequilibrada, y yo no tenía las herramientas necesarias para ofrecerle ayuda en ese ámbito.

Poco a poco fui aprendiendo a sobrevivir en aquel lugar sin que los extraños detalles me impactaran. La miseria, la pobreza y el hambre había sido un mundo totalmente desconocido para mí hasta que algunos de los clientes se dispusieron a compartir conmigo sus historias y sus miedos. Todos los jueves por la mañana, aquellos que eran más creativos participaban en un taller de dibujos y poemas. Los clientes se convertían en artistas por unas horas para sacar a la luz sus sentimientos más profundos, en forma de lírica o ilustraciones, y juntando todo aquel material, conseguimos crear un libro. La historia trataba de un zorro que deambulaba por diferentes lugares de Canterbury, donde iba conociendo a aquellas personas cuya casa eran las calles, haciendo amigos y viviendo diversas aventuras. El principal tema eran los pensamientos y vivencias de una persona ambulante, pero también la denuncia social hacia el racismo que se vive en Reino Unido. Yo misma había sufrido de la discriminación y el rechazo por mi compañero de piso, un estudiante de biociencias impregnado de un fuerte sentimiento de odio hacia los extranjeros que, según él, íbamos a su país sin saber hablar el idioma y exigiendo que los ingleses hicieran un esfuerzo descomunal por tratar de entendernos. Al parecer, la constatación del Brexit multiplicó los abusos con tintes xenófobos, y yo no era la única que tenía que soportar los términos despectivos como SPICS, utilizado por los británicos para referirse a los hispanohablantes.

En los talleres del libro, me encargaba de escanear los documentos, aunque también contribuí en un episodio escribiendo mi primer poema en inglés:

 

Loneliness has no nationality,

there is a lot of it in the world:

that is the reason why there is this need

of helping each other for all.

Different languages, different cultures,

different backgrounds and histories,

but we do not have to discriminate

races or minorities.

Homelessness people around the streets,

in Spanish, Italian or English floors,

a huge range of bad feelings

kept alone in old stores.

If there is no friendship, there is no life,

there is no purpose or aim.

Homelessness need love and compassion

and someone who takes care of them.

 

Al mes de empezar mi voluntariado en “Catching Lives”, ya me sentía a gusto y había establecido confianza con la mayoría de los clientes. Algunos de los hombres disfrutaban mucho teniendo conversaciones de fútbol conmigo, especialmente cuando el Manchester eliminó al Celta de la euroliga porque la semana anterior yo les había asegurado que mi equipo iba a salir victorioso. Durante el mes de febrero, dos jóvenes estudiantes de tercer año de trabajo social realizaron sus prácticas en el local. Ellas organizaban diversas actividades, como clases de yoga o repostería. Todos parecían muy contentos. Adam, el cliente más joven del establecimiento, parecía disfrutar especialmente de la presencia de una de ellas. El chico era un apasionado por la música, y había aprendido a tocar el piano gracias a los tutoriales de You Tube que se permitía ver cuando los ordenadores no estaban ocupados. Al resto de personas les aborrecía escucharlo tocar, porque él era persistente, pero a mí me asombraba la forma en la que insistía cada vez en hacerlo mejor. Durante aquellas semanas, Adam y ella tocaban dúos, jugaban a las cartas y mantenían largas conversaciones, pero cuando las chicas terminaron el curso, él experimentó un vacío inmenso al saber que no la volvería a ver. Intenté animarlo y reemplazar el lugar de la chica para que se sintiera mejor. Me contó que siempre que se sentía atraído por alguna chica, todos sus sueños se demoraban al ser consciente de su propia ruina, de que era pobre y no tenía nada que ofrecer a una persona con estudios y una vida acomodada. Cuando vives en la calle, toda historia de amor es una historia de dolor. El gorro que siempre llevaba puesto, me explicó, se lo había regalado una anónima chica un día muy frío en el que él pedía dinero en el puente del río que cruza el centro de la ciudad. Se había quedado eclipsado con la sonrisa de aquella amable mujer, y se había sentado en el mismo lugar durante días con la esperanza de volver a verla. Mientras me contaba todo esto, me invadieron las ganas de llorar. Aquel joven no se merecía tener una vida tan complicada a su edad. El nunca había conocido a su padre, y su madre lo había abandonado cuando cumplió los 18. Ahora, con 23 años, no tenía estudios ni posibilidades de encontrar un trabajo, puesto que en todas las entrevistas le exigían facilitar una dirección de residencia, elemento esencial del que carecía. Le miré a los ojos y pensé para mí misma que la vida era realmente injusta. Adam debería estar cursando una carrera de música, y no pidiendo limosna en la calle. Debería estar disfrutando de una vida de universitario, saliendo de fiesta los jueves y colgando clase los viernes, besando a chicas, viajando, charlando por las redes sociales, y pasando días enteros en la biblioteca. Sin embargo, las circunstancias le habían hecho un hombre invisible ante los ojos del resto de la sociedad, sin esperanzas, con recuerdos que le iban torturando, en una ciudad hostil, parado en el tiempo, destruido y debilitado. Se había perdido vivencias únicas como ver películas o ir al teatro, y ya nunca volvería a ser parte de aquel mundo paralelo, en el que explicaba que vivíamos todos los demás.

Aquella experiencia fue una de las más especiales que me llevé de mi primer año fuera. Había sido una obligación moral soportar con valentía las duras historias que compartían conmigo, historias de vivencias y observaciones terribles y de momentos críticos y crueles. Aprendí a comprender aquel mundo despiadado, y constituyó un impulso tremendo para superar todas las inseguridades que todavía experimentaba cuando me veía sola en aquella habitación de mi residencia. Si ellos tenían fuerza para superar sus problemas, yo no iba a ser menos.

 


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