Aprovechando mis horas libres al máximo
Lo que más me asombraba de aquella pequeña ciudad era la cantidad de vagabundos que vivían en las calles. Si bien Reino Unido es un país muy desarrollado en algunos aspectos, como en los altos niveles tecnológicos y económicos, había otros en los que se quedaba muy por detrás, incluso más que España. Me llamaba la atención que hubiera tantas personas sin hogar pidiendo dinero por las calles y, mucho peor, durmiendo encima de mantas rotas o trozos sucios de cartón en la entrada de los bancos o de los supermercados. Quería ayudar de alguna forma, pero no encontraba la manera adecuada. En mi casa, cuando alguien venía a pedir dinero, mi madre le solía dar comida o le preguntaba si necesitaba algo de ropa para ofrecerle las bolsas de prendas que ya no nos servían. Mi padre se había acostumbrado a dar unas monedas a un hombre que siempre pedía delante del supermercado en el que habituaba comprar, hasta que un día lo vio entrar para comprar botellines de cerveza, y desde entonces decidió no volver a dar dinero a ninguno. Es triste, porque el generalizar está mal. Posiblemente no todos sean así, y de seguro que la mayoría tienen buenas intenciones y piden dinero porque de verdad lo necesitan. Un día, al salir del gimnasio, me encontré a un hombre muy delgado que me preguntó si le podía dar algo de cambio. Le dije que lo sentía, que no llevaba nada encima, y era cierto. Al cruzar la calle, decidí ir al piso a coger mi cartera para comprar algo de comida en el supermercado. Media hora más tarde volví al mismo sitio donde me lo había encontrado sentado y envuelto en una manta, y le ofrecí un sandwich, un plátano y unas galletas. El me dijo que quería dinero, y al contestarle que no le podía dar nada más que aquello, me hizo un gesto para que me fuera y sacó un cigarrillo de una pequeña caja que guardaba en el bolsillo de su chaqueta.
Pocos días después, buscando en la página de opciones de voluntariados de la universidad, encontré el anuncio de una casa para gente sin hogar que estaba enfrente de la estación de tren, a 15 minutos caminando desde mi residencia. En Inglaterra se lleva mucho lo de participar en voluntariados. Para los estudiantes ingleses no es tan complicado como en España encontrar un trabajo a tiempo partido que puedan compaginar con el horario de clase, que es bastante irregular. De hecho, la mayoría de los estudiantes se pagan ellos mismo sus estudios universitarios, bien con un préstamo del estado por el cual te quitan una parte para pagar la matrícula cuando empiezas a cotizar con un portentaje muy pequeño de tu salario, o bien ayudando a sus padres con el sueldo de un trabajo a tiempo parcial a la vez que estudian. Yo me sentía culpable porque la costumbre en mi familia es, en la mayoría de los casos, bastante diferente: los padres ahorran dinero para pagar las carreras de sus hijos, que posteriormente pagarán las de sus nietos. Quería contribuír de alguna manera, sentirme útil y aportar algo de ayuda. Sin embargo, al no tener un inglés perfecto, ninguna experiencia en los trabajos que se ofrecían y tan sólo la participación en un voluntariado (dos semanas increíbles trabajando para el mantenimiento de las Islas Cíes, limpiando las playas y coordinando la entrada de visitantes) me había sido prácticamente imposible encontrar algo que me sirviera. Apenas un mes antes de terminar el curso descubrí que a tan sólo 20 minutos a pie de mi residencia había una escuela de gimnasia donde necesitaban a un entrenador con algún certificado de nivel para que impartiera clases de acrobática. Allí me dejaron hacer algunas prácticas para tratar con los niños y aprender los elementos en inglés, y me prometieron que me contratarían a la vuelta de mi año de Erasmus.
Entre tanto, me había fijado en que la mayoría de trabajos requerían haber trabajado una cantidad de horas de voluntariado y decidí empezar por eso. Envié una solicitud a “Catching lives”, que en español significa “salvando vidas”, y me contestaron de inmediato. Necesitaban gente con ganas de trabajar para realizar diversas tareas: limpiar las instalaciones, cocinar para los mendigos, organizar actividades para entretenerlos o simplemente charlar con ellos. También requerían gente especializada, como enfermeros o psicólogos, pero como yo no podía contribuír de aquella forma me decanté por comenzar con la cocina, que además me entretenía mucho. El primer día fue muy duro. Llegué muy motivada a aquel edificio que parecía abandonado, de planta baja, alargado y viejo. Al llamar a la puerta, un joven muy alto me saludó amablemente y me invitó a entrar. Tanto voluntariados como vagabundos debíamos firmar en una libreta con nuestro nombre la hora de entrada y de salida, para que los coordinadores pudieran llevar un control de la gente que pasaba por allí. En la zona del personal tenían una pantalla en la que aparecían las imágenes de las cámaras que había distribuídas en cada habitación. Cada rincón estaba vigilado con el objetivo de crear un lugar seguro tanto para todos. En joven me enseñó la zona y la función de cada sala, el objetivo de aquel local y los labores que llevaban a cabo. Me explicó cómo debía tratar a los clientes (era así como se referían a los hombres y mujeres a los que ayudaban) y cuales eran mis responsabilidades como voluntaria.
Había una zona con lavadoras en la que podían lavar y secar su ropa y también una zona de higiene personal, con duchas y baños, donde se les facilitaba champús y toallas y prácticamente cualquier otro producto que estos demandaran. En un pequeño cuarto oscuro y cerrado con llave, los clientes podían dejar sus pertenencias durante su estancia en el edificio. También había un comedor que comunicaba con la barra de la cocina, una sala con juegos de mesa, libros y periódicos, ordenadores con acceso a internet, un piano, una mesa de ping-pong y de billar y una estantería con colores y pinturas. Dos días por semana se les facilitaba atención médica proporcionada por una enfermera voluntaria, atención psicológica, así como también programas de ayuda para tratar la adicción de drogas o alcohol. Lo único que le faltaba a aquella asociación de caridad era proporcionar a sus clientes un sitio donde dormir. El local estaba abierto todos los días de la semana desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde. Tras su cierre, las personas sin techo volvían a ser individuos indefensos sin un lugar donde protegerse del frío. Tan sólo cuando las temperaturas no sobrepasaban los cero grados el gobierno les concedía un lugar donde pasar la noche. Sin embargo, Canterbury puede llegar a ser una ciudad horrible para los vagabundos durante el invierno. En mis primeras sesiones, salía del centro con alguna que otra lágrima en mi cara. Me sentía con ganas de hacer lo imposible por aquellas personas, por llevar a cabo el trabajo que el gobierno no estaba cumpliendo, la función de proteger a sus habitantes más vulnerables. Poco a poco me fui dando cuenta de que en ocasiones simplemente hay que limitarse a hacer lo que está en nuestras manos. Hay tantas injusticias en el mundo, que una sola persona no tiene la fuerza ni el poder de curarlas todas. Me conformé aportando mi granito de arena, ayudando de la forma más humilde que podía, e intentando aprender una lección con la realidad que esa gente me hacía vivir. En mis primeras semanas me ceñí a trabajar en la cocina. Servíamos el desayuno desde las 9 hasta las 10.30 de la mañana, y a las 12.45 empezábamos a repartir la comida. Era muy importante cumplir con los horarios, pues de aquella manera enseñábamos a los clientes a ser disciplinados y entender que la consecuencia de no llegar a la hora podía significar quedarse sin comer o desayunar. Fregaba la loza, cortaba las verduras y entregaba los platos acompañados de una sonrisa. Al marchar, un hombre con barba blanca y muy poquitos dientes me daba las gracias por haber ayudado, y me decía que con mis buenas acciones cada día me acercaba un poco más al cielo, cerca de Dios. Esos comentarios hacían mi día, y me dejaban feliz durante el resto de la semana. Era muy gratificante saber que aquello significaba tanto para ellos. Poco a poco me fui interesando más por cada uno de esos hombres y mujeres a los que veía tras la barra de la cocina, hasta que un día me decidí por cambiar mi función en aquel establecimiento y atreverme a ofrecer mi ayuda de una forma más directa, más personal. El director del local me entregó algunas pautas que debía seguir cuando tratara con los clientes. Había un par de normas que era esencial cumplir cuando estuviera expuesta a ellos. No debía compartir ninguna información personal más allá de mi nombre o algún dato básico que pudiera causar nigún problema o confusión. En ocasiones había ocurrido que algún mendigo había aparecido en la casa de un voluntario en plena noche. No podía establecer ninguna relación de amistad (ni mucho menos sentimental) con ninguno de los clientes. En el caso de que alguna vez me los encontrara por la calle, naturalmente podía saludarlos, pero no debía tener ninguna clase de encuentro fuera de aquel establecimiento, como ir a tomar un café o a pasear por el parque. Tampoco debía regalar ni dejar que me regalaran nada, despreciar o dejar que me trataran sin respeto, y, básicamente, debía cumplir todas las normas que me entregaron por escrito y me hicieron firmar. Sentí que aquello no iba a ser fácil, pero al menos merecería la pena intentarlo.
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