Vino.
Aprendí a disfrutar no sólo de su efecto, sino más de su sabor. El ritual en sí, arriesgándose a veces a parecer pedante, es agradable.
Observar su color, matices, espesura, transparencia. Ver el grado de oxidación en los bordes de esa fina copa, esos tonos ocres que saboreas ya con sólo mirarlos. El color granate, límpido.
Notar cómo se va acercando el olor, delicados tonos frutales o florales, olores animales que engañan, y sobre todo ese toque a madera que tanto cambia, esa gran diferencia entre un vino y otro. Dejar que te invadan poco a poco esas partículas, esos pigmentos, la volatilidad. Ya notas el sabor aun sin sentirlo.
Y el primer contacto, en el que notas la acidez, los taninos, en el que captas su suavidad o su gran cuerpo, en el que su redondez te pide más para poder saborearlo de veras.
Esa copa siempre a medias, inspiradora. La que abre confidencias y no cierra la mente. El toque perfecto que te hace pensar, que te hace sentir más intensamente sin llegar a padecer. Una nueva visión que va surgiendo a medida que la dejas entrar.
La comparación, el llegar a conocer en un instante la denominación, esa composición diferente que innova al mínimo, la complicidad que implica.
Por supuesto, desde total subjetividad, un buen Ribera, ante todo. Teófilo Reyes o Ceres, a ser posible. Rioja aceptable, Mencía para gustos. Toro y Bierzo, humildes pero muy buenos. Franceses, siguen la cola. Chilenos o argentinos, no dañan el paladar. Eslovenos, a pesar de que su buena fama me sorprendió en un principio, desmerecen un poco. Eslovacos, extremadamente rudos. Y las ganas que tengo de seguir probando muchos más...
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