On the road.

Así (casi) comenzó mi aventura Erasmus. En la carretera.

La gente pensaba que estaba loca, y algunos lo siguen pensando, supongo. La verdad, eran muchos kilómetros. A Coruña - Bratislava, con muchas paradas intermedias, pero seguían siendo más de tres mil kilómetros. Pero tenía una amiga dispuesta a disfrutarlo conmigo, un coche al que no le importa ser maltratado levemente y muchas, muchas ganas de cruzarme Europa.

Primer paso, y más aburrido, a la capital maña a recoger a mi compañera de viajes. Muchas horas por carreteras muy estrechas y llenas de camiones, un calor agobiante y sobre todo, la soledad. La música facilita un poco la tarea de mantener la mente despierta, pero nueve horas empezaban a agotarme las neuronas y los tobillos. Cuando por fin llegué, ahí estaba Andreíta al final de una calle interminable esperándome, inconfundible con sus gafas de colores. Unos pinchitos acompañados de buen vino en el tubo de Zaragoza, con la mejor compañía. Podremos no estar en Salamanca, pero la esencia la llevamos nosotros, chicos.

Después de mil y un contratiempos, salimos. Salimos de España y empezamos a dejar atrás ese calor insoportable, nos acercamos a los Pirineos, donde el pobre Polo, aunque lo intenta, no acaba de dar la talla. Comiendo sobre la marcha, y café en Oloron. El nombre le viene al pelo, huele de maravilla, parece un pueblo de chocolate y galleta.

Bourdeaux. Reencuentro. Abrazos. Kebab, paseo, vino a la orilla del río. Comida francesa, visita de lo tradicional y lo no tanto de la ciudad. Bicicletas. Dibujos, artistas, músicos. Brie, Camembert y pan en una plaza, alemán, tatuajes, personajes. Poesía, cerveza, instrumentos. Risas, confidencias, y buenos ratos con mi filósofa preferida.

Y día y medio después, preparadas para continuar. Carretera, y más, y más. Mucha niebla, a ratos lluvia, pero lo más constante son los preciosos paisajes. Bosques y pueblecitos de cuento, carreteras serpenteantes que suben y bajan mientras las disfrutamos.

Dijon. Hotelito acogedor, y aunque el cansancio aprieta, recuperamos fuerzas con unos crepes, buenísimos, mientras bromeamos con los camareros. Aunque el frío empezaba a hacer estragos, y Andrea necesitó una infusión con miel, varias bufandas y unas cuantas horas de descanso para seguir.

El día eterno. Así será como recordaré toda mi vida ese quinto día de viaje, en el que nos perdimos, un paso adelante y dos atrás. Horas interminables hasta que, por fin, llegamos a nuestro hostel en Munich. Duchas en tercer y cuarto piso, seis camas en una habitación, pero muy céntrico y calentito. Solamente queríamos comer algo y dormir, dormir y dormir, pero sacamos fuerzas todavía para una buena pinta de cerveza.

Munich. Tenemos una forma muy particular de hacer turismo, que consiste en vagar por la ciudad hasta que encontramos algo bonito, sacar un par de fotos y dar una vuelta alrededor sin saber ni de qué se trata, y hacer tiempo hasta que llega la hora del verdadero ocio: comida y cerveza. Munich, además, la ciudad ideal para ello. Al menos tuvimos buen ojo, y escogimos la cervecería más típica. Y ya no pudimos parar. La tarde se nos fue, y la noche, entre litros de cerveza y botellas de vino. El frío no importó, no terminar de conocer la ciudad ni el idioma no era problema. Saboreamos cada instante, con ese sabor agridulce que tienen los finales.

En el camino hacia Bratislava sonaba latente ya en cada palabra la despedida. Intentamos aprovechar al máximo cada hora, cada minuto y cada segundo, a pesar del frío, de la lluvia, de ese toque gris que tiene a veces Bratislava. Paseamos por las calles, llegamos hasta la nada de la que hablaba el otro día en el tranvía número cuatro, tomamos muchos cafés, chocolates, cervezas. Queríamos saborear muy despacio, intentando que no acabara, el final de nuestro viaje.

Tras una breve visita, si se puede llamar así, a la capital austriaca, una rápida pero siempre triste despedida. Buen viaje, amiga.


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