Danubio.

Siempre he vivido al lado del mar. Al salir de casa por la mañana, ya olía esa brisa húmeda. Era mi sitio, mi rincón. Cuando necesitaba pensar, siempre paseaba por la vera del mar, para terminar irremediablemente en una roca, con los ojos cerrados y solamente escuchando el murmullo de las olas. Esa inmensidad, poderosa y variable, tranquilizadora.

Ahora, a tantos kilómetros del mar, si me concentro en la oscuridad y el silencio aun puedo volver a ese lugar, y a esos momentos en los que mi tristeza era calmanda, o recreada, con ese ritual.

Aquí no hay mar. Pero sí contamos con esa humedad helada. El río me queda a cuatro pasos de casa, y aunque me sabe a chicle de nicotina para dejar de fumar, al menos tengo un sucedáneo. Los escasos días en los que se puede ver un rayito de sol, un paseo por la orilla del río me hace pensar. Acompañado de música, ya que no hay ese ronroneo. O mejor, acompañada por esas personillas que se han convertido en los pilares de mi vida. Porque aquí, gracias a ellos, no necesito la oscuridad y el silencio.


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