Berna, la ciudad de los osos #1

La caminata hasta la ciudad

Este maravilloso viaje comenzó con un soporífero trayecto de treinta horas en autobús de París a Berna. Os preguntaréis por qué no cogí un avión. La respuesta es que, durante mi Eurotrip, quería viajar en autobús o en tren para vivir una experiencia más auténtica. Viajar de esta manera puede llevar mucho tiempo, pero es el momento perfecto para leer, escribir, contactar con viejos amigos o simplemente disfrutar del paisaje campestre europeo.

El autobús nos dejó muy temprano en un aparcamiento situado a unos veinticinco minutos a pie de la ciudad. Me sorprendió un poco que todas las cafeterías y los restaurantes de la zona estuvieran cerrados. Me encogí de hombros, recogí mi equipaje y me puse de camino hacia la ciudad. Pensé en coger un autobús, pero, como ya mencioné en mi post sobre París, prefiero ir caminando a los sitios para familiarizarme con la ciudad.

Así pues, comencé a caminar; era un día bonito y soleado. Los barrios eran preciosos, y en las calles había hileras de pinos junto a las casas de estilo europeo. Sin embargo, estaban desiertas. Tan solo pude ver a algún ciclista de vez en cuando y escuchar el sonido de unos niños riendo en algún jardín del vecindario.

Cuando me acerqué un poco más a la ciudad, descubrí un barrio más humilde donde unos niños jugaban al fútbol. Los grafitis que cubrían las paredes era bastante intrínsecos. Estoy casi seguro de que la propia ciudad de Berna encargó que se hiciesen. Menos de cinco minutos después, llegué a un cruce, y aquí fue cuando la experiencia comenzó a cobrar vida.

Mientras cruzaba esta intersección, escuché el sonido de unos fuegos artificiales; alguien los estaba lanzando. Esto me pareció extraño porque yo pensaba que en Suiza había reglas estrictas que prohibían lanzar fuegos artificiales por razones de seguridad. A continuación, escuché un fuerte zumbido que acabó conviertiéndose en el ruido de un motor. Me giré y vi un Lamborghini color titanio conduciendo a todo gas por la calle. No pude ver qué modelo era, pero era muy bonito. Había olvidado que estaba en Suiza hasta ese momento.

Después de una larga caminata, lleno de sudor y adolorido, finalmente percibí los primeros signos de civilización: la estación de trenes de Berna («Banhhof Bern»). Situada junto al centro de la ciudad, la estación de Berna era uno de los puntos de acceso a la metrópoli más importantes tanto para los lugareños como para los turistas. Entré en la estación para comprar agua, un mapa y algo para picar.

Compré lo esencial, incluyendo tres tipos diferentes de queso con galletitas (quería probar los sabores locales) cuyas marcas no sé pronunciar y me senté a desayunar rápidamente. La mayoría de las ciudades es mejor explorarlas bien, pero yo solo tenía un día para visitar Berna antes de dirigirme a mi próximo destino.

Escuché más fuegos artificiales a lo lejos. Una señora comentaba algo sobre estos fuegos a sus compañeros en francés. Mi francés estaba un poco oxidado en ese momento, pero entendí que estaban celebrando algo. Miré la fecha y me di cuenta de que había llegado al país justo el día nacional de Suiza, el uno de agosto. Emocionado por este descubrimiento, metí el queso en una bolsa y me dirigí hacia la ciudad.

Lo primero que noté era que había muchas banderas regionales diferentes. La bandera de Zúrich, la de Ginebra, la de Berna, la de Suiza y muchas otras banderas adornaban las calles de Berna. También noté que había unas grandes figuras en forma de perro, como de un metro de altas, en muchas partes de la estación de trenes.

Continué caminando. El casco viejo de la ciudad hace honor a su nombre, con sus calles de piedra tradicionales que suelen encontrarse en la mayoría de las ciudades europeas y la arquitectura de las casas circundantes. A lo largo de las calles se podía ver varias bodegas a cada pocos pasos; parecía que nadie había entrado en años en algunas de ellas, y otras se habían convertido en tiendas de ropa. Una de ellas, cuya entrada estaba muy bien decorada, era una tienda de golosinas. No pude evitar reírme al pensar que esta tienda debía atraer a muchos niños, como en el cuento infantil de Hansel, Gretel y la casa de chocolate de la bruja.

Cuanto más profundizaba en la ciudad, más bullicio había. La calles comenzaron a estrecharse y descubrí más cafeterías y restaurantes. Niños gritando, gente conversando en idiomas que iban desde el español hasta el mandarín... el ambiente comenzaba a ser más y más turístico. Por suerte, nunca me ha importado que un lugar parezca muy turístico, nunca permitiría que esto me impidiera disfrutar de la experiencia.

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La carpa dedicada a la cultura

Me decanté por abandonar la calle principal para explorar mejor la arquitectura y la cara menos bonita del casco viejo. Y me tropecé con una carpa blanca. Parecía que había mucho alboroto dentro, así que, decidí entrar.

Al principio no me di cuenta de lo grande que era esta carpa. Cuando entré me impresionó mucho la cantidad de actividades que se estaban llevando a cabo allí dentro. Había cuatro largas mesas que abarcaban varios metros a lo largo de la carpa y estaban flanqueadas por bancos y por clientes de caras rojas y sonrientes. Hablaban sobre todo en alemán y rápidamente me di cuenta de que la mayoría de ellos eran suizos. En la parte más alargada de la carpa había más mesas casi tan grandes como las anteriores y un grupo, de en su mayoría hombres y mujeres rubios, servía los diferentes tipos de comida y alcohol que venían en el menú. Al final de las cuatro grandes mesas del principio, se alzaba un escenario, y, junto al escenario, vi a un grupo de mujeres vestidas con el traje tradicional suizo. El lugar estaba cubierto de pequeñas banderas de Suiza, colgaban de un poste a otro y cada maceta tenía una banderita.

Emocionado y lleno del espíritu festivo que se respiraba en el ambiente, me decanté por hacer un descanso, sentarme y probar alguno de los manjares que se servían en la carpa. Pedí un perrito caliente Bratwurst grande y lo acompañé con un poco de salsa. Después de pedir una gran jarra de cerveza decorada con motivos suizos, me senté junto a una familia inglesa y comencé a comer.

Tuve suerte de haber llegado a aquella hora, porque la actuación empezó tan solo cinco minutos después de haberme sentado. Esta actuación estaba dividida en cuatro partes y duró una media hora; finalizó bastante después de haberme terminado mi cerveza. A continuación, la portavoz del evento subió al escenario y dio la bienvenida tanto a los lugareños como a los turistas. Explicó en inglés la historia de la capital de Suiza, su papel en el país y muchas otras cosas que decidí saltarme para continuar disfrutando del resto del viaje. Me alegró el haberme topado con aquel evento, porque me ayudó a entender mejor la ciudad que estaba visitando y a sentirme más conectado con los berneses al tomarme una cerveza mientras veía un espectáculo tradicional.

La ribera del río

Caminé hasta la zona sur del casco antiguo de la ciudad para echarle un vistazo a sus famosas aguas puras. Me quedé muy impresionado. El río era literalmente de color turquesa, como si alguien hubiese lanzado miles de esmeraldas al agua. Jamás había visto nada igual, era el agua más bonita que había visto en toda mi vida (si al agua se la puede llamar bonita). Desde mi ventajosa posición a una docena de metros por encima del agua, me las arreglé para hacer una preciosa fotografía del río con las montañas y algunas casas de estilo suizo de fondo.

Tras haber contemplado las vistas durante un rato, me dispuse (por estúpido que parezca) a tocar el agua. No esperaba encontrar nada diferente que el frescor del agua de montaña, pero tenía que hacerlo, estaba decidido a hacerlo. Me levanté del banco donde había estado sentado, me eché la mochila al hombro y seguí un camino cercano para ver si podía bajar hasta el río por allí.

Encontré el camino correcto fácilmente tras caminar un rato, un sendero que descendía en zigzag a través de un angosto bosquecillo y que daba directamente al río. No quise arriesgarme y escondí mi mochila para que nadie la viese al pasar; a continuación, comencé a bajar por el sendero. El aire puro que respiraba y los olores del bosque me hicieron darme cuenta de lo armonizada que estaba esta parte de la ciudad con la naturaleza. Las zonas circundantes a Berna están llenas de bosques, ríos, cielos azules y aire fresco. Como una ciudad salida de una sociedad ecológica utópica.

Finalmente, llegué al final del sendero. La mayor parte del río estaba separado del camino por una valla de acero reforzado para evitar que los coches entraran en el río. Por suerte, había una puerta en la valla que permitía acceder al río a los corredores o la gente que iba hasta allí para tomar el sol. Había bastantes lugareños sentados en la orilla disfrutando del sol, celebrando el día nacional de su país en pantalones cortos, camisetas y sandalias. Caminé hasta la orilla del río.

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El agua estaba muy fría, como ese amigo que no te deja el último trozo de pizza. Me quité la camiseta, cogí un poco de agua con las manos y me mojé el pelo y el pecho. Me volví a poner la camiseta rápidamente para no dar el espectáculo. Sopesé tomar un poco el sol, pero mi mochila con mi ropa y demás pertenencias me esperaban.

De vuelta a la ciudad

Después de haber recuperado algo de fuerza, volví a subir por el bosquecillo, recogí mi mochila y volví a la ciudad. Una vez que alcancé de nuevo los límites del casco antiguo, regresé a la calle principal y continué haciendo turismo.

Tropecé con el sonido de unos instrumentos tocando y mucho bullicio. Una banda de música local estaba tocando algunas canciones. Eran temas bastante modernos, como «Hey Jude», «Crazy» e incluso «Uptown Funk». Me quedé a escuchar un par de canciones más y después continué mi camino.

Llegué a la antigua casa de una familia noble de cuyo nombre no me acuerdo. La entrada era gratis, así que decidí entrar y echarle un vistazo por mi cuenta. Grupos de gente se alineaban alrededor de los diferentes objetos y muebles en exposición. Se podía entrar en el jardín trasero de la casa. Me impresionó lo ricos que debían de ser aquellas personas. El jardín era una maravillosa obra de arte, estaba cubierto de flores de diferentes tipos, árboles y rosas. No era muy grande, pero era absolutamente precioso. Desde la casa se podían contemplar unas vistas increíbles de las montañas y del río que fluía debajo. Toda excusa era buena para evadirme observando aquellos paisajes. Encontré un banco cerca, me senté y continué observando las vistas durante algunos minutos.

Después de una minisiesta, recogí mi mochila y salí a la calle. Me encontraba en los límites de la parte este del casco viejo de Berna. Tenía muchas ganas de ir a visitar el jardín de rosas que se encontraba en lo alto de la montaña para admirar el paisaje. Pero primero, fui a una tienda de souvenirs para comprarle a mi madre un imán para la nevera y un dedal a mi abuela.

Era la típica tienda de regalos llena de relojes suizos, cencerros y las clásicas baratijas que encontraríais en una tienda semejante. Sin embargo, algo en concreto me llamó la atención. Había estanterías llenas de jarras de vino y cerveza hechas a mano de todos los tamaños y formas. ¿Hay algún souvenir que sea mejor que una jarra de cerveza suiza hecha a mano? Como tantas otras cosas en Suiza, los regalos no me costaron precisamente baratos, pero eso no me importó, ya que el valor sentimental contaba mucho más para mí.

Los osos

Metí en una bolsa los regalos y seguí con mi recorrido turístico. Crucé un puente hacia el este y dejé atrás la ciudad. Mientras caminaba divisé el parque de los osos de Berna. Se trataba de un trozo de terreno inclinado y vallado situado justo junto al río Aar. Una vez que cruzas el río, justo a la derecha, hay un foso a cielo abierto donde de vez en cuando se pueden ver a los osos holgazaneando. La mayoría de los osos se encontraban en la parte más inclinada del foso, pero casi todos estaba descansando, ya que eran la horas más calurosas del día. Pude ver a un oso a tan solo unos metros de la valla, justo al lado de dos troncos de árbol. Era a penas un poco más grande que un osezno, no creo que fuese adulto todavía. Sin embargo, quedé maravillado por esta poderosa criatura. Creo que era la primera vez que veía un oso en persona.

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Su hábitat parecía muy cómodo y natural. Estoy seguro que estos simbólicos osos están en buenas manos. Justo al lado del foso, había un centro turístico y una tienda de chocolate. Entré en la tienda para echarle un rápido vistazo, ya que era muy consciente de la reputación que tiene el chocolate suizo.

Había una ingente cantidad de chocolate de variedades diferentes. Destacaban las barritas envueltas en papel dorado, monedas de oro y chocolate en forma de navajas suizas. Ya que la mayoría de las barritas de chocolate más "lujosas" eran demasiado grandes como para sobrevivir al calor de aquel día de verano, compré un Toblerone de chocolate y coco; os recomiendo que lo probéis.

El Rosengarten

Continué mi camino hacia Rosengarten. Acababa de llegar al pie del jardín y iba a comenzar a ascender hasta la cima cuando divisé una pequeña fuente intrínsecamente decorada. Cogí mi botella de agua vacía y la llené de agua fresca. Di un trago y me sorprendió lo fría que estaba el agua. Me di cuenta en seguida de que la reputación que tiene el agua de esta ciudad es totalmente merecida. Con energías renovadas gracias al agua fresca y al chocolate, comencé a subir hasta Rosengarten.

Nunca hubiese imaginado que el camino que lleva a este jardín de rosas fuese tan empinado y estuviese tan alto. Por desgracia, el tiempo comenzó a empeorar y empezó a llover. Pero conseguí llegar a la cima (después de quince minutos de marcha) y, entonces, dejó de llover.

Cuando entré en Rosengarten, me sentí como si estuviese entrando en el Jardín del Edén. Pasé los siguientes veinte minutos caminando lentamente por las diferentes secciones del jardín, admirando flores preciosas que jamás había visto antes y grandes árboles muy viejos que proyectaban sombras en el suelo mientras el cielo se despejaba. Absorbí los olores de aquellas plantas exóticas. También descubrí unos estanques decorados con piedrecitas. Por suerte, no había mucha gente; tan solo la necesaria para no sentirme solo pero sin que destruyeran la tranquilidad que se respiraba en el lugar.

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Al borde del jardín de Rosengarten, se pueden contemplar unas vistas espectaculares de la ciudad de Berna. Se puede divisar casi todo el casco antiguo y sus edificios tan bien conservados, además de las aguas color turquesa del río serpenteando a través de la capital y las boscosas montañas flanqueando la ciudad. Con un cielo de un color muy azul como telón de fondo, este paisaje parece sacado de un cuento de hadas. Hice unas cuantas fotos y me encaminé hacia el restaurante de Rosengarten.

Cerca del restaurante se encuentra la zona más animada del jardín, pues aquí hay un parque de juegos infantil donde algunos niños estaban pasando un muy buen rato. Un poco más allá, había un grupo tocando la guitarra y la caja. Tocaron muchas canciones lentas como «Can't help falling in love» de Elvis Presly y «Over the rainbow» de Israel "IZ" Kamakawiwo'ole. Mi mochila comenzaba a pesar demasiado, así que la dejé en el césped y la utilicé de almohada mientras escuchaba la música.

Me relajé tanto que comencé a sentir los ojos pesados. El viaje de treinta horas en autobús no había sido muy cómodo como para dormir mucho. Me senté en la hierba cuando el grupo terminó de tocar, caminé entre los árboles, dejé mi mochila en el césped de nuevo y me eché una siesta bajo un árbol. Cuando me desperté, ya era de noche. Me di cuenta de que la gente comenzaba a marcharse ya que me había despertado justo antes de que el jardín cerrara. Me levanté rápidamente, cogí mi mochila y regresé a la ciudad.

Justo cuando empezaba a descender por el camino, comenzó a llover muy fuerte. Fue como si el cielo fuese un gran océano y un gigante acabara de desgarrar las nubes. La gente empezó a gritar de emoción y de desesperación, ya que se estaban empapando rápidamente. Me puse a cubierto debajo del toldo de una tienda y, después, me dirigí hacia la estación de trenes.

El largo camino de vuelta

En el camino de vuelta, entré en una tienda de regalos donde vendían trajes y armas de estilo medieval. El local estaba muy iluminado. En lo primero que me fijé fue en las espadas y cuchillos con empuñaduras decoradas que estaban al fondo. También había otros artículos interesantes como trajes tradicionales y pistolas de tres cañones. Examiné algunos cascos y placas antes de volver a ponerme en camino.

La calles estaban completamente llenas de gente. Me sorprendió que los demás turistas no dieran por concluido el día de visita a la caída de la noche. Pasé por una plaza donde había varios puestos que vendían más souvenirs, queso y chocolate. Decidí comprarme una chocolatina con pistachos para cenar y continué caminando lentamente hacia la estación de trenes.

La caminata hasta la estación transcurrió sin incidentes. Compré mi billete y todavía quedaba una hora para que el tren saliera, así que, me compré un cruasán que tenía un curioso color negro (al parecer, era un cruasán vegano) y pasé el rato por la estación. Me alegró que no fuese muy tarde y así poder tener algo de tiempo para buscar un poco de información acerca de mi próximo destino. Una hora después, subí al tren y me dispuse a viajar a mi próximo destino suizo: Interlaken.


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