Bardejov, un modesto estilo medieval
20 de febrero de 2016
Dos semanas después de instalarme en Presov quería salir a pasar un día fuera a pesar del tiempo tan horrible que hacía. Decidí dejarme llevar un poco e irme de viaje a Bardejov, una pequeña ciudad medieval.
Antes de ir fantaseé con cómo sería. Sobre todo por culpa de los dos profesores eslovacos de la universidad, nos habían hablado un montón a mi compañera francesa Manon y a mi sobre aquel lugar que estaba clasificado como centro histórico por la UNESCO (2000), representaba una muestra de valor. Sin embargo, ese mismo sábado no había muchos trenes que pasaran. No podía permitirme el lujo de quedarme allí tres horas esperando, ¡tenía un padre al que llamar! Al final salí rumbo al norte de Presov en el tren regional que salía a las 12:30, en una hora me hice un viaje de cuarenta y cinco kilómetros.
Me quedé un poco decepcionado al salir de la estación de Bardejov. No me acostumbro a ver las pancartas electorales (había elecciones legislativas en marzo de Eslovaquia) pegadas en las enormes vallas publicitarias que hay al salir a la plaza en la que se encuentra el edificio decorado a base de cuadros blanquecinos, no es lo mismo que ver publicidad de coches, de pizzas o de material escolar. Quería pasar al otro lado de la calle pero como siempre pasa en Bratislava no encontraba ningún paso de peatones. Había que calcular cuándo pasar. Ir con cuidado. Y rápido.
Llegué al centro medieval, que estaba un poco elevado por la parte de la puerta principal. Todo estaba en el mismo sitio, las murallas, la catedral, las casas, todo apelotonado.
La pobre ciudad emergía en medio de un claro bajo el cielo, sobresaliendo en mitad de la nada. ¡Era una decepción tras decepción! No había murallas perentorias y arrogantes por todas partes que fardaran de calidad gracias a su restauración como en Carcasona. Todo lo que había estaba ahí, lo más básico del mundo, todo cabía en el objetivo de la cámara de fotos, se podían apreciar los restos de murallas al este y al norte del siglo XIV, la catedral y las casas de tejados empinados. Me pareció poca cosa como para estar dentro de la lista de la UNESCO. Pero ese pensamiento se fugó rápidamente de mi cabeza cuando me vi seducido por la otra cara de aquel pueblo con carácter, por donde apenas pasa ningún coche.
Antes de empezar con mi tour gastronómico no pude evitar ir a echarle un vistazo rápido a la plaza del pueblo, que era como la Plaza Mayor de España rodeada de casas medievales y renacentistas escamadas con guijarros de la época de Matusalem. La catedral y el ayuntamiento eran bien grandes y estaban plantados justo en medio como esas niñas mayores a las que sus madres les obligan quedarse ahí plantadas esperando a que vuelvan. Yo no me quedaría ahí esperando, ¡me moría de hambre y de frío!
En el restaurante, recuerdos de las montañas de Lyon
El restaurante que me sale en el mapa está al final de la calle Stocklova, el número 43. Al igual que en Viena y en Heuriger, algo me olía a chamusquina. Ese cartel tan moderno y ese escaparate con ese cristal tan reluciente detrás del cual no había ni rastro de vida me dejaron confuso. Miré a mi alrededor. Parecía que todo estaba cerrado, como muerto. Al final entré, no me quedaba más opción.
Gracias a los ventanales de esta cafetería-restaurante (sic) de Bardejov podías disfrutar de unas vistas de lo más bonitas de las colinas de los alrededores y de las murallas del siglo XIV.
Cuando la joven camarera me condujo hasta el comedor, vi que todo lo que había creído hasta ahora era falso. La sala tenía a la derecha una mesa con unos veinte comensales. Era una familia feliz celebrando un cumpleaños, había hasta una tarta con forma de camisa. Tenían en aquel sitio hasta una chimenea donde se veía como ardían trozos de madera falsa y un ventanal de los de verdad que daba a las murallas y a los montes de alrededor, qué felicidad.
Era como si estuviera en ese pueblecito del Loira llamado La Giamond, cerca de Saint-Etienne, al que fui una vez a desayunar con mi familia. Era la primera desde que me fui de Francia que me daba un arrebato así, me pedí el menú completo: entrante, plato principal y postre. La sopa, el magret de pato, el arroz con leche y los crêpes a la vienesa, lo saboreo todo por igual en un santiamén. La camarera mientras me puso a Brel y a Piaf en Youtube y, al terminar de comer, me vinieron todos los recuerdos del país a la memoria.
El resto de la visita fue más bien breve. Como no quise quedarme sin postre al final me quedé sin catedral. ¡Ya eran las 15:20 y cerraba a las 15:00! Me puse a dar vueltas por la plaza escuchando de fondo la voz de unos marginados acercándose, las chaquetas de la familia van totalmente a conjunto con los colores tan variados de las fachadas y con los tonos de pintura que resaltan del ayuntamiento del año 1760.
Pero lo que sí que pude ver fueron las murallas, había gente que salía a correr por encima, había que tener equilibrio porque el vacío estaba a tan solo unos metros a los lados y tan solo amortiguaría la caída el césped (que estaba deformado por las piedras).
Pasé por detrás de la catedral para quitarme un poco la pena de que estuviera cerrada, de pronto un rayo de luz iluminó la fachada del campanario. ¡Así es precioso! Una vez encendida la luz empezó a atenuarse un poco y detrás de mi las murallas se tenían de negro con mi silueta. Al final volví a la estación de esa ciudad de 33 000 habitantes que tan solo tenía una vía para los trenes de pasajeros.
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