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Quien no tiene nada me ha dado todo: Madagascar


Mi destinación

Nunca me hubiera imaginado que el destino me habría reservado, a mí, estudiante milanesa de 25 años, la oportunidad de hacer un voluntariado en uno de los países no solo más pobres del mundo, sino uno de los lugares más fascinantes y exóticos.

Gracias a una beca de estudios, a inicios de agosto del año pasado, pude trasladarme a Fianarantsoa, la segunda ciudad más importante de Madagascar, donde viví una maravillosa experiencia en un orfanato durante un mes. En mi viaje, también tuve la ocasión de visitar Antananarivo, la caótica capital del país.

En mis años de educación obligatoria y universitarios, había estudiado muchísimas definiciones de tercer mundo o países subdesarrollados, pero solo experimentando la miseria y a la pobreza en la que viven los malgaches, he entendido realmente el significado intrínseco de estas palabras. El tercer mundo no es únicamente lo que cuentan los libros: hay que vivirlo en primera persona, verlo, tocarlo... Apenas comenzó mi viaje, aún no era consciente de la enorme riqueza que encontraría, inesperadamente, en un país indigente.

Después de haber volado durante unas 16 horas, aterricé en el aeropuerto de Antananarivo (a la población local le encanta llamarla simplemente Tana). Al llegar, ningún autobús nos esperaba para llevarnos a la terminal principal del aeropuerto. No nos quedó de otra que atravesar la pista a pie para poder llegar al edificio donde, tras mostrar la documentación, podríamos obtener la visa y recuperar las maletas. Aquella construcción me impactó muchísimo: era pequeña, modesta, baratucha... ¡no parecía un aeropuerto! Está cubierto por tres techos triangulares que le dan ese toque "gracioso" y acogedor. ¡Ni punto de comparación con los aeropuertos europeos; tan modernos e innovadores como fríos e inhóspitos!

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En la entrada, un policía nos saludó cordialmente y se interesó por nuestra nacionalidad. Sus dientes blancos contrastaban con su tez oscura, ¡qué preciosidad! Enseguida me sentí como en casa. Mientras esperaba a que mis maletas aparecieran por la cinta transportadora (bastante rudimentaria, claro está), fue supercurioso observar cómo parejas de malgaches caminaban con sus viejas maletas, bastante deterioradas, en compañía de sus hijos, entusiasmados, siempre con una sonrisa en la cara.

Finalmente, a la salida del aeropuerto, en un aparcamiento pequeñito y abarrotado de gente, dos monjas sonrientes y emocionadas me recibieron con un papel en el que ponía mi nombre. Eran las monjas nazarenas, quienes me acogieron con la alegría y el cariño que caracteriza a su orden religiosa, y en general, a todos los malgaches.

El mundo de los malgaches

Aunque era invierno, hacía calor. El sol se dejaba sentir en un cielo raso, libre de nubes, entre las palmeras que rodeaban el aparcamiento del aeropuerto. Pusimos rumbo a la capital en una camioneta. La carretera estaba repleta de gravilla. Mis ojos deseaban ver más, querían inmortalizar todo aquello que veían. Era la primera vez que me alejaba tanto de casa e iba a un lugar tan distinto y exótico. Tuve sentimientos fuertemente encontrados; lo mismo sentía un gran entusiasmo que me dejaba arrastrar por el miedo. Sentada cómodamente en la camioneta durante la travesía, pude ver la necesidad y la dificultad de muchas personas, adultos y niños, vestidos a sumas penas. No solo buscaban una sombra donde poder refugiarse, sino comida y cualquier objeto que les pudiese ser útil. El paisaje del camino que conducía a la capital mostraba coches destrozados, sofás y utensilios abandonados, casetas improvisadas, polvo y muchísima confusión.

Al llegar, no tuve tiempo de visitar la ciudad, y mira que en ese momento moría por conocerla. Aun así, pude hacerlo durante el viaje de vuelta. Llegamos a casa de las monjas por la noche, y no me dejaron salir: no había ni farolas ni ningún tipo de luz artificial que iluminara la zona, por lo que era mejor evitar el peligro. Con ellas estaba al seguro. Tampoco es que me dieran otra opción: según la tradicional hospitalidad malgache, prepararon una mesa larguísima con platos típicos de la tierra: una sopa simple, arroz blanco, carne de cebú y alguna que otra verdura. Recuerdo que me sorprendió ver que tenían por costumbre comer varios platos al mismo tiempo, mezclándolo todo en uno. De normal, cuando viajo, me gusta adaptarme a las costumbres del sitio, así que seguí el ejemplo de las monjas. Descubrí que el arroz blanco es un magnífico acompañante de la tierna carne de cebú y las verduras (sobre todo, de patatas y judías).

Una inesperada visita... al planetario

Tras una cena supercopiosa y una charla amena con las hermanas, siempre en francés, tomé un poco el aire de camino a la habitación que me tenían preparada. Pese a que mi intención era caer redonda en la cama para así empezar el día siguiente con las pilas cargadas, tuve que detenerme un rato en el jardín que me separaba de mi habitación. Fue entonces cuando mi cuerpo quedó inmóvil, mis ojos no creían lo que estaban viendo: ¡el primer cielo estrellado en toda su plenitud! Era como estar dentro de un enorme planetario, sin otras luces que no fuesen las que brillaban sobre mí. Parecían tan grandes, tan próximas a mí e incluso entre sí, tan numerosas... Nada antes me había fascinado tanto como aquel momento. Durante un rato, olvidé los sonidos que me circundaban y me entregué por completo a la contemplación de aquel regalo de la naturaleza. Fue la simpática risa del vigilante de la casa de las monjas que interrumpió mi silencio y mi asombro por ese cielo maravilloso, tan nuevo como misterioso. Los malgaches ríen todo el tiempo, y su risa es supercontagiosa. Se reía de mí, una chica moderna, independiente y orgullosa de sus raíces, que en realidad no dejaba de ser una ignorante que no conocía las auténticas maravillas de la vida. Me sentí plena, renovada y rebosante de curiosidad.

Hacia Fiana

Al amanecer, fui junto a un grupo de monjas hacia Fianarantsoa, también conocida simplemente como Fiana. Es una costumbre preciosa apodar a sus ciudades con nombres afectuosos. Por otro lado, recurriendo a estas abreviaciones, el extranjero se ahorra tener que pronunciar nombres a veces tan largos como complicados.

Tardamos 7 horas en llegar a Fiana. "Solo 7 horas" me dijeron las hermanas: resulta que la única carretera (lo que se entiende por carrera, carretera) que conecta las dos principales ciudades del país, fue asfaltada en 2011. Algo excepcional si tenemos en cuenta que allí las carreteras son caminos de tierra y grava. Pero no pienses que se hizo por mejorar la vida de los habitantes, sino por el paso, casual, del presidente. 5 años después, el paso del tiempo sobre el asfalto se dejan notar: en algunos tramos, la carretera tiene grandes baches; "tan grandes como los elefantes", suelen decir los malgaches cuando se refieren al estado de sus caminos. No creo que haya otra expresión que mejor represente la realidad que viven día a día. A veces, los conductores se han visto en la obligación de invadir el carril contrario para evitar tremendos agujeros, o han tenido que reducir drásticamente la velocidad para dañar mínimamente sus medios de transporte. Afortunada o desafortunadamente (depende de cómo lo mires), teniendo en cuenta que tampoco hay mucha gente que dispone de coche, más que un peligro para la circulación, es una molestia.

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Aquel día no se me ocurrió otra cosa que preguntarle al conductor si podría parar en algún lugar para que poder ir al baño. No se me olvidará aquella risa. Necesitaba urgentemente una estación de servicio. Sin embargo, el conductor, se detuvo sin ningún problema donde primero pilló y nos abrió las puertas. El único aseo que utilizan en Madagascar se encuentra detrás de un arbusto. Desde entonces, intento siempre hacer como las mujeres malgaches: la que se lo puede permitir, se ata un colorido pareo a la cintura para así no tener que esconderse mucho y hacer sus necesidades cómodamente. Además, no es necesario esconderse mucho: Madagascar está muy poco poblado. La carretera que nos condujo a Fiana atravesaba paisajes de lo más salvajes, inhabitados y desérticos; había que sortear rocas y vegetación. Un río se dejaba ver: el rojo de la tierra que cubría sus orillas lo teñía.

Nos encontramos con algunos niños, pequeñitos la mayoría, trabajando con sus padres. Al ver pasar algún coche, estos dedicaban una sonrisa, a menudo desdentada, mientras gritaban y saludaban con gestos a sus ocupantes. Los niños malgaches más pobres se ven obligados a crecer demasiado pronto. A los 5 o 6 años, cuando su cuerpo ya ha alcanzado el aguante necesario para soportar el esfuerzo al sol, ayudan a sus padres en el campo o en la construcción del ladrillo rojo, típico de los pueblos malgaches. Recuerdo ver a mujeres agachadas durante horas recogiendo arroz en campos inmensos, con los tobillos hundidos en las bajas aguas de los arrozales y el sudor cayendo por sus frentes y espaldas, dibujando una línea curva impresionante.

Otros niños recorrían los senderos con 4 o 5 ladrillos sobre su cabeza, en perfecto equilibrio, que sus padres habían preparado siguiendo una técnica tradicional: rojos como la tierra de Madagascar, una vez que les daban forma rectangular, los apilaban hasta formar una especie de casita cuadrada con techo interior por donde se prende un gran fuego. El humo sale por las ventanas y las fisuras que dejan a propósito entre un ladrillo y otro. De esta manera, el calor del fuego seca y endurece la tierra de la que están hechos los ladrillos.

Cómo olvidarme de los jovencísimos pastores que guiaban a los animales hacia el pasto, echando mano de utensilio rudimentales con los que los golpeaban violentamente. Qué vergüenza... La primera que vez las vacas malgaches (los cebú, vaya), me asombré muchísimo. Confieso que pensé que la gran joroba que tienen en el cuello, a la parte de detrás, se trataba del efecto de alguna enfermedad. Cuando les pregunté a mis "guías privadas" sobre este asunto, me explicaron que no se podía establecer un equivalente de vacas locales.

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A mi llegada a Fianarantsoa, me encontré con un gentío disperso por toda la calle y casas y edificios de formas y colores muy variados, rodeados de verjas, a menudo sin ventanas o con las puertas abiertas de par en par, muy deterioradas. Las personas caminaban descalzas o con chancletas; llevaban pantalones sucios por el polvo y camisetas echas un cristo. La ciudad estaba viva: gallinas, polluelos y perros callejeros jugueteaban por sus calles junto a la gente, que en vez de comprar cosas, solía pasarse solo a mirar.

Para atravesar una ciudad malgache, se necesita tener mucha paciencia. De nada sirve pitar desde el coche, las personas se apartan cuando pueden. Es mejor tener las ventanillas bajadas en todo momento, aunque haga calor: hay quienes meten la mano para pedir dinero o incluso robar algo que llevas encima. Los caminos de la ciudad están en cuesta. Resulta simpático ver cómo los malgaches que menos tienen se las ingenian para crearse coches rudimentales de madera con 3 o 4 ruedas y un volante muy alto. Lamentablemente, como no tienen motor, solo funcionan cuesta abajo. Aun así, son realmente útiles cuando tienen que transportar grandes pesos, como sacos de paja y ramas que muchos venden en la calle.

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Una sonrisa plena

Después de casi 8 horas, el último tramo que nos separaba del orfanato en el que iba a trabajar en los días venideros, no estaba asfaltado. Eran solo unos pocos kilómetros, pero los enormes baches que había en el camino, además de la gran cantidad de gente que lo transitaba, (por no hablarte mi curiosidad), hicieron aflorar mi impaciencia. Como te he dicho antes, muchos jóvenes malgaches se nos acercaron, curiosos, a la ventanilla del coche, pidiendo dinero o comida, sobre todo a mí: una chica blanca, por ende (para ellos), rica, pudiente.

El Orfanato Católico de Ankofafa de Fianarantsoa es el segundo más grande de toda África. El complejo acoge a unos 200 niños de edades comprendidas entre los primeros meses de vida y la veintena. El orfanato se encuentra en la periferia de la ciudad, sobre una meseta asolada, rodeado de muros altísimos que protegen a los niños, a las 12 monjas y a más de 50 voluntarios que viven y trabajan allí.

El vigilante de seguridad se apartó para dejarnos paso. Fue así como entramos en un gran jardín enlosado en el que había algunas viviendas la mar de humildes. Una marabunta de niños de tez oscura y ojos tan saltones como brillantes rodeó a las hermanas con las que viajaba para abrazarlas y recibirlas como se merecían. Solo algún que otro niño valiente y curioso se me acercó a saludarme, dedicándome una sonrisa que borró de un plumazo cualquier miedo que pudiese tener en ese momento. Jamás olvidaré aquellas sonrisas: los labios rosados de los malgaches se extienden hacia ambos lados de la cara, ocupando gran parte de la zona baja de la misma; sonrisas plenas. Sus dientes, blancos o amarillentos, iluminaban aquellos alegres rostros. Más calmada, dejé que los niños me cogieran la mano y me condujeran al salón principal, donde la directora del orfanato nos esperaba.

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El motor del orfanato: 12 monjas maravillosas

Sor Pascaline se llamaba la directora del orfanato, un complejo de edificios formados por los dormitorios de los niños (separados por sexos), las habitaciones de las monjas, la iglesia (en el centro del jardín), la granja, la escuela y la guardería.

Sor Pascaline hablaba estupendamente italiano además de ser muy sabia, por lo que tomaba muy buenas decisiones. Hay que tener un carácter fuerte para dirigir un orfanato. Pero ella iba más allá: su único deseo era que cada uno de sus niños sintiera el calor y el cariño de una madre. La madre de sor Pascaline murió cuando ella era pequeña, por lo que sabía lo que es crecer y vivir sin ninguna figura materna. Así fue como la directora se convirtió con los años en madre de algunos centenares de niños malgaches.

Los pequeños, hasta que no cumplen 5 o 6 años, no salen del orfanato para ir a la escuela. Varias voluntarias se hacen cargo del cuidado de la guardería y del asilo. Los niños más grandes se desplazan a las escuelas de la ciudad cada mañana en varios autobuses que cubren su trayecto. ¡Son tantos que a menudo ellos solos completan los autobuses! Las vacaciones, como ocurre en Italia, comienzan en junio y terminan en septiembre. En agosto, las escuelas se mantienen cerradas. Durante ese mes, los más afortunados tienen permiso para reencontrarse con sus familias: tías, abuelos... alguien que se pueda hacer cargo de ellos durante unas semanas. Las historias de los niños del orfanato de Fianarantsoa son muy distintas entre sí: algunos de ellos viven en el orfanato por ser el último hijo de una familia numerosa que no lo puede mantener; otros han sido alejados de sus padres por cometer algún delito; otros ni conocen sus orígenes, ya que fueron abandonados a su suerte en los campos, en algún canal o en la orilla del río. ¡Menos mal que las hermanas los encontraron a tiempo! De ahí que las monjas convinieran salir por la mañana, bien temprano, para recorrer la ciudad y sus alrededores, sobre todo las zonas más delicadas. Desgraciadamente, es un fenómeno bastante frecuente en Madagascar.

Una vez que se encuentran a algún niño, lo recogen, lo asean y lo llevan inmediatamente al verdadero motor del orfanato: 12 monjas, de entre 20 y 60 años, que dedican su vida, minuto a minuto, a sus huérfanos; o como ellas los llaman: sus hijos. Son mujeres absolutamente fuera de lo común: tiene una fuerza extraordinaria. Viven por y para el servicio y la educación de los niños, para sus exigencias, sus necesidades y, cómo no, para sus sueños. Cada una de ellas es responsable de un área del orfanato (enfermería, asilo, cocina... ), formando un engranaje sólido, resistente, que mantiene el mecanismo del orfanato en continuo movimiento. Puede parecer imposible, pero siguen el crecimiento de cada niño personalmente. Juegan con ellos, a quienes consideran sus hijos, hablan con ellos, les aconsejan... Responden sus inquietudes sobre la vida, sobre su abandono, sobre sus propios orígenes... Indagan y animan sus pasiones, sus aspiraciones, sus deseos y sentimientos; los educan desde el respeto y la fe católica.

"No es fácil", me decían con una sonrisa dibuja en la cara. Hay que ser fuerte y dar cariño al mismo tiempo; tratar a todos por igual y prestarles las atenciones que necesiten para que así ninguno se pierda, se entristezca, se desanime o viva de nuevo en el abandono.

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Durante mi estancia en Fiana, he visto a menudo cómo una monja dejaba sus empeños para sentarse junto a una niña bañada en lágrimas o junto a un adolescente que necesitaba confesarse. He visto a una monja acompañar personalmente a una chica que buscaba a su padre, al que no veía desde hacía 15 años; he visto a una monja arreglar elegantemente a un pequeño para visitar a la madre, reclusa en la cárcel; he visto a una monja acompañar a una chica nerviosísima a su primera entrevista de trabajo. Y es que, cuando cumplen 16 años, los adolescentes, tanto chicas como chicos, deben buscar empleo. Da igual que sea en un restaurante, una tienda... Donde sea. Las hermanas tienen contactos por toda la ciudad, de los que se sirven para introducir a sus "hijos" en el mundo laboral. Los niños, por otro lado, ayudan a las monjas en el orfanato: aprenden a cuidar del jardín, de los animales de la granja (tienen de todo) o a elaborar productos artesanales, como bolsos o sombreros, que luego venden en la ciudad. Pero, sobre todas las cosas, enseñan a los niños a amar a Dios y a rezarle. Y no están solas: tienen el apoyo de decenas de voluntarios. Suelen elegir a estos voluntarios entre las personas más pobres que necesitan un trabajo y dinero. Algunos han llegado a robarles aprovechando su generosidad, pero ellas tampoco son tontas: son tan atentas como severas e intransigentes según haga falta.

Si por algo se caracterizan ellas y sus voluntarios (o ayudantes, como lo quieras ver), es por su energía inagotable, que los acompañan en cada gesto. Siempre con una sonrisa en la cara, aun cuando el cansancio empieza a hacer mella física y mental. No decaen. Lo hacen por ellos, sus "hijos". Ellos valen más que todo el agotamiento que toda una vida dedicada a su servicio y trabajo pueda provocar. Esta energía, unida a la inconmesurable fe y a la típica sonrisa malgache, constituyen el verdadero motor del orfanato católico de Fianarantsoa.

La vida en el orfanato

Recuerdo que no fue difícil, sorprendentemente, acordarme de todos los nombres (la mayoría franceses) de los niños que día a día iba conociendo un poquito más. Con el paso del tiempo, se daban cuenta de que, aunque fuese una extraña, podían confiar en mí; jugar, divertirnos juntos. Más difícil era acercarse a los mayores, más desconfiados. Pero me bastó con una sonrisa, algún "choca esos cinco" o una patada al balón para que fuera digna de su confianza.

Incluso en vacaciones, la vida en el orfanato empieza desde muy temprano: para todos, el despertador suena a las 05:00. A mí, "invitada de honor" (la primera estudiante que la Universidad Católica de Milán enviaba a aquel orfanato), me concedían unas 2 horas más que al resto. Una amable pero inútil concesión, en verdad: los gritos de los niños nada más levantarse me despertaban de seguida, y aunque una parte de mí quería seguir en la cama, reconozco que aquellos despertares no te los da ningún despertador del mundo. La alegría con la que los pequeños comenzaban el día era contagiosa.

Al despertarse, se lavaban los uno a los otros en el jardín: por parejas, se enjabonaban unos a otros. A los más pequeños los aseaban los voluntarios en una especie de baño común la mar de simpático. Su desayuno consistía en un plato de arroz blanco que comían con cuchara. Cada uno tenía su propio vaso, en el que las monjas echaban agua según iban pidiendo. Se reunían en una gran sala con unas mesas larguísimas de madera de colores. La habitación no era lo suficientemente grande para sentarlos a todos, por lo que los niños solían dividirse en dos o tres turnos. Allí se juntaban tres veces al día: desayuno, comida y cena. Poca diferencia había entre lo que preparaban de una hora a otra, por no decir ninguna: tomaban arroz blanco para desayunar, comer y cenar, aunque a veces lo acompañaran con una guarnición distinta.

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Resulta difícil variar la comida cuando tienes que preparar comida para 200 personas: las monjas comían más carne, verduras y patatas. El agua, la pasaban en 6 grandes filtros: el agua del río o los canales no es potable; está sucia y llena de bacterias. ¡A ver quién es la guapa que se atreve a darle un trago!

Entre un plato u otro, los niños menores de 3 años comen aparte en una habitación chiquitita con sillas y mesitas de su tamaño, donde juegan con los regalos que donan algunos extranjeros que visitan el orfanato. Con ellos se tiran hasta las horas cercanas a la cena (sobre las 19:00, a la misma hora que las monjas). Sobre las 18:00, se les pone el pijama (ellos mismos se lo llevan al adulto que esté en la habitación para que los ayude) y se les cambia el pañal. Y no te creas que es fácil. Cambiar un pañal malgache requiere tiempo y mucha experiencia: es un trozo de tela triangular cuyas extremidades rodean estratégicamente la cintura del pequeño. Ni en un mes he podido aprender a poner uno... ¡Y no será porque no lo intenté veces! Qué desastre...

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El mejor momento con estos enanos llega cuando es hora de irse a dormir. En aquel momento, pese a las malas caras de los voluntarios (que no veían la hora de que se durmieran), yo me transformaba en una feroz leona que los cazaba a todos para ir a la cama. Mis presas se volvían locas, literalmente: gritaban, reían y corrían por toda la habitación, refugiándose algunos entre las cunas. Yo me divertía lo que no está escrito. Se me saltaban las lágrimas de la risa; los capturaba uno por uno para meterlos luego entre las sábanas, momento que aprovechaba para hacerles cosquillas. Hasta que los voluntarios (más pacientes conmigo que con ellos) nos dejaban, jugábamos a más no poder. Sin embargo, eran tan buenos que con que su maestra dijera una sola palabra, se hacía un silencio absoluto. Sus cunas estaban cubiertas con amplias telas transparentes y transpirables que los protegían de los mosquitos. La malaria es un peligro que todavía sigue presente en Madagascar. Conocía a gente que me contó la suerte que tuvo de haber sobrevivido a una enfermedad que, en muchos casos, resulta mortal.

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Cada día me reunía a las mismas horas con los recién nacidos: a las 11:30 y a las 17:30, algunas monjas, algunas chicas del orfanato y algunas voluntarias quedaban en un pequeño edificio contiguo a la iglesia, cuyo suelo estaba cubierto de esteras y mantas. Allí, los pequeñajos de apenas unos meses jugaban tranquilamente. También había un par de cunas en las que, bien resguardados, los niños de pocas semanas reponían fuerzas para el futuro. De aquel edificio provenían siempre pequeños gritos que, al unísono, recorrían el jardín a la hora de la comida y la cena. Todos los días ayudaba a las mujeres encargadas de los neonatos a darles de comer. Es superdivertido. Incluso los más pequeños comen arroz, que no debe estar muy seco pues, de lo contrario, es peligroso. Hay que alimentarlos con cuidado y paciencia. Algunos se rebelaban y no querían comer, por lo que salían corriendo (o mejor dicho, lo intentaban) por toda la sala bajo la atenta mirada de sus compañeros. Los niños mayores se asomaban por las ventanas de la habitación.

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Estos, que en los meses de junio a agosto no van a la escuela, vagan por el jardín del orfanato en busca de alguna distracción que les haga olvidar el aburrimiento. Las niñas pequeñas riegan de normal las plantas y las flores, mientras que las mayores se dedican a hacerse trenzas e innovar nuevos peinados. El pelo de los malgaches es superoscuro y superrizado. Hay que tener mucha fuerza para poder hacer según qué peinados. Mientras una hacía una trenza, otra ponía una flor o alguna baya a modo de complemento.

Los chicos, por otra parte, ponían sus energías haciendo carreras o jugando a tirar piedras. Te podrás imaginar cómo acababan a veces cuando se les iba el juego de las manos... Mi habitación en algunas ocasiones se convertía en una pequeña enfermería donde les curaba las heridas provocadas por alguna caída, algún arañazo o incluso algún mordisco. Los niños del orfanato aprendieron a defenderse de los otros con la violencia, creando sus propios grupos. Era la ley del más fuerte: si no quiero que me pisen, piso. Tanto violencia física como verbal. Así pensaban que se ganarían el respeto de sus compañeros.

Como los niños malgaches no tienen muchos juegos, se los inventan: atan ratones muertos, que a menudo matan por diversión; con alguna soga se crean sus propias jabalinas que luego lanzan al aire; o bien agujerean una botella por donde meten una especie de cuerda con la que matar el tiempo. Han llegado a crear carreteras para sus coches con los troncos cortados por el jardinero del orfanato, un hombre alto, muy delgado y casi desdentado. A veces jugaban poniendo en riesgo su integridad física: saltaban y hacían volteretas superrápidas en el aire desde muros o montañas de paja seca acumuladas en el jardín. Afortunadamente, en el orfanato había un par de toboganes y columpios, donde los niños se lo pasaban en grande.

No están acostumbrados a jugar por equipos, normalmente lo hacen solos, aunque se acaban formando pequeños grupos. Por ello, he intentado que se junten más de una vez, organizando juegos con normas ya establecidas, como el de roba la bandera. No fue fácil ni tampoco muy efectivo: tras haber separado a los niños dos filas, cuando decía un número en alto, los jugadores corrían para golpearse más que para conseguir la bandera... Se olvidaban del número para centrarse en sus propios compañeros. Al final, una de las dos filas era supernumerosa, mientras que la otra casi no tenía integrantes. Su único objetivo era pegarse. La bandera acababa destrozada. Aun así, ¡disfrutaban muchísimo a su manera!

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En los meses lectivos, como me explicaron las monjas, los niños pasan casi todo el día fuera del orfanato. Cuando regresan, sobre las 16:00, les demuestran lo que han aprendido y las notas que han sacado. Por cada buena nota, las monjas les premiaban con un caramelo. Aquel caramelo, que en verdad no era gran cosa, para ellos era un enorme incentivo: un dulce o algo fuera de lo común para ellos es un mundo; algunos los guardaban para momentos importantes.

Después de la escuela, solo cuando hubiesen acabado sus deberes, podían jugar y aprovechar su tiempo libre antes de cenar, sobre las 18:00 o las 19:00. Las horas de sol deciden el ritmo de vida de los malgaches. Muy pocos tienen electricidad en sus casas. Es el sol el que determina cuándo hay que levantarse y cuándo acostarse.

En los meses de vacaciones, los niños se cortan el pelo unos a otros y limpian sus habitaciones y cuidan el jardín: es un trabajo que requiere tiempo. Si no, imagina tener que sacudir los más de 200 colchones del orfanato... Para pocas personas, conllevaría cansancio y tener paciencia, pero para ellos no era más que otro juego. Las chicas ayudaban a las voluntarias a lavar la ropa en grandes lavaderos al aire libre, como es tradición. Es una tarea que lleva también mucho tiempo, pero es precioso ver las coloridas camisetas tendidas en fila a merced del viento. El calor del sol malgache hace el resto.

La gran fiesta

El domingo es el día más importante y más alegre en el orfanato: es el único día en que los niños se visten con ropa formal, ya que tienen que estar presentables para encontrarse con Dios. Ellos se ponían una camisa y ellas una falda o un vestido colorido, adornando sus cabellos con flores aromáticas. Ir a la santa misa es un momento muy importante que los llenaba de plenitud. Todos se preparaban para formar parte de la celebración. Al entrar en la iglesia, hasta los más pequeños guardaban silencio. Es entonces cuando se separaban por sexos: ellos a la derecha, ellas a la izquierda.

En la misa cantaban en malgache, dando lo mejor de sí. Tengo que señalar que nadie desafina en Madagascar. Los malgaches sienten pasión por el canto y el baile. ¡Es increíble cómo los niños, desde bien pequeños, tienen el ritmo en el cuerpo! Es como si lo llevaran en la sangre. Cualquiera diría que bailar para ellos es tan natural como el acto de caminar.

Durante la celebración, sus voces compactaban a la perfección, como si fuesen un coro. ¡Qué melodía tan bonita! Así daba gusto rezar. El momento clave llegaba con el recital del padre nuestro: todos se ponían en pie y se cogían de la mano. Los más pequeñitos, sentados en primera fila, se dirigían al altar para acompañar de la mano al cura. ¡En Madagascar, el padre nuestro no solo se canta, sino que se canta! Con un ligero balanceo de manos, el rezo se convierte en un momento de unión, convivencia y participación en todos los sentidos. Siempre acababa emocionada.

La iglesia el orfanato es el corazón de todos. Su campanario se ve desde lejos, desde las casas vecinas. El orfanato fue construido sobre una meseta, rodeado de montañas rocosas; es imponente. Sus vistas son increíbles.

Como ya hemos visto antes, la realidad del orfanato no se concentra solo en el gigantesco complejo donde viven los niños, sino fuera: al otro lado del camino, un grupo de voluntarios de muchas nacionalidades acogía a los pequeños dos veces a la semana. Ambalakilonga se llama el centro donde se reunían.

Una segunda casa

Ambalakilonga es un centro que acoge a decenas de niños de realidades bien distintas, en su mayoría dramáticas: unos incluso vivían en la calle. En el centro, los jóvenes malgaches recibían ayuda. Muchos de ellos, conseguían terminar los estudios y llegar a hacer incluso un máster. El centro recibía con los brazos abiertos a los chicos de la ciudad y de los pueblos vecinos. Hay tanta gente en Madagascar que necesita ayuda... Doy fe de que sus voluntarios son un soplo de esperanza para muchos pobres que están hundidos en la desesperación.

Para los pequeños del orfanato, el Ambalakilonga es una segunda casa: allí pueden ver películas, pintarse la cara con muchos colores, jugar y competir de mil formas... Yo lo descubrí por casualidad: una mañana, despierta por la risa de los niños, me dirigí a una de las habitaciones más grandes. Había un montón de literas. En ella, los niños estaban nerviosos de la emoción. Lo tenían todo preparado. Una de las voluntarias les ordenó cogerse de la mano por parejas y hacer un fila. Creyendo que se trataba de un juego, me colé en el grupo que se dirigía hacia la salida del orfanato. Me preocupé: los niños, sobre todo los más pequeños, no salían nunca del edificio. Por la calle, los iba contando uno a uno, sin quitarles ojo. ¡No quería que se me perdieran! A unos pocos metros, para mi sorpresa, la puerta de otro edificio se abrió. De él, salieron unas chicas superalegres que llevaban coloridos vestidos y alguna que otra pintada. Mis niños corrieron a sus brazos. ¡Menudo recibimiento! Fue así como conocí a las voluntarias italianas de Educadores Sin Fronteras, una ONG de misión en Ambalakilonga. Me emocioné al saber que no estaba sola (que no era la única italiana) en aquella isla africana, lejos de casa. Me acogieron con mucho cariño. Desde aquel momento, iniciamos una colaboración tan bonita que ha supuesto una de las experiencias más emocionantes e irrepetibles de toda mi vida.

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¡Prevenimos el cáncer de mama!

Los voluntarios de Ambalakilonga están involucrados en muchas iniciativas, tanto educativas como sanitarias. A lo largo del mes que pasé trabajando en el orfanato, participé en varias causas que me han enriquecido muchísimo.

Entre ellas, recuerdo especialmente la gran marcha por la ciudad una cálida tarde. Los voluntarios contaron en este evento con la participación de la clínica La vida por ti, cuyo objetivo es contrarrestar las enfermedades en Madagascar.

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Aquel día, muchas personas se concentraron a las puertas de la clínica para comenzar la marcha que recorrería las calles de Fiana para concienciar a los ciudadanos, especialmente a las mujeres malgaches, de que se puede prevenir y curar el cáncer de mama. En la actualidad, lamentablemente, son muchos los malgaches que siguen viendo a los hospitales como lugares diabólicos donde reina la muerte. De ahí que la mayor parte de la población prefiera curarse en casa echando mano de recursos naturales. De esta manera, la ONG quería luchar contra la ignorancia y la superstición que arrastran las clínicas del país, reuniendo a un gran número de voluntarios que realizarían reconocimientos gratuitos e instantáneos a todas las mujeres de la zona que lo deseasen.

Aquella mañana comenzó como suele ser habitual en Madagascar: de Ambalakilonga salimos unas 30 personas más o menos. Con nosotros, se vinieron algunos voluntarios del centro, algunos chicos de la calle y un equipo de dentistas alemanes que se ofrecieron a trabajar gratuitamente por la causa.

Los voluntarios me guardaron una plaza en uno de sus coches. Y menos mal, porque ir al centro desde la periferia a pie llevaba 1 hora y 30 minutos. Sin embargo, al llegar al centro, puntual, no había nadie esperándome.

Pero bueno, teniendo en cuenta que en Madagascar no son muy puntuales... Para qué preocuparme si sé que no había prisa. Poco a poco fueron llegando todos. Entonces nos dirigimos al centro. Ahora sí, llegó el momento de andar. Sorprendentemente, el grupo (¡unas 30 personas, yo incluida!) se montó en un camión en cuyo remolque había un gran contenedor destapado. Uno por uno, se fueron montando dentro y en los bordes, con el riego de caer de espaldas en algún momento. No me quedó de otra que seguirlos...

En un camión de 3 asientos, ¡íbamos 27 personas! El viaje fue peligroso, pero lo pasé muy bien. En cada bache, nos arriesgábamos a caer al suelo. Fue muy bonito ver cómo nos sujetábamos los unos a los otros para que no sucediera. A cada metro, algún chico se subía al camión. No nos lo pensábamos mucho: ¡para adentro! Los malgaches son muy ágiles. Así viajan en Madagascar. AL final, lo importante es que te lleven. Quien tiene un medio de transporte es tan afortunado que debe aprovecharlo al máximo y compartirlo con los demás hasta que ya no disponga de más espacio.

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Finalmente, llegamos a las puertas de la clínica La vida por ti. Allí, atrajimos la atención de la gente con nuestros eslóganes y nuestra música. En la marcha colaboró un grupo de estudiantes de una escuela de música y de gimnasia rítmica. Con sus instrumentos, en mal estado, pobretes, comenzaron a tocar. Aluciné con el modo en que la pequeña banda actuaba: no solo tocaba, sino que bailaban al compás una coreografía perfectamente sincronizada. ¡No se cansaban! ¡Nadie podía detenerlos! Y así estuvieron todo el desfile, ¡durante unas 3 o 4 horas! Mientras, el grupo de artistas que nos acompañaba nos deleitaba con acrobacias superpeligrosas. ¡Qué valor! Algunos de los acróbatas tenían solo 6 o 7 años...

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Aquel día, hicimos todo el ruido posible, agitando las manos y gritando y lanzando reclamos en malgache como si no hubiera mañana. Los niños me habían ya enseñado a contar y a pronunciar algunas palabras básicas: “tafandria mandry”, que significa "buenas noches; “veloma”, "adiós"; “tsara be”, "guapa"; incluso “misaotra”, "gracias"). Es imposible aprender la lengua en un solo mes: algunas palabras son interminables y la gramática de la lengua es supercomplicada. Cantando y zarandeando las manos al ritmo de la música de nuestra banda, distribuimos panfletos a los malgaches, quienes se paraban por la calle para vernos, con su típica sonrisa, se animaban a bailar con nosotros y nos echaban alguna foto. Marchamos durante horas, y mucha gente se sumó a nuestra causa. Para muchos malgaches, supuso un divertido y extraño entretenimiento. Agotados pero satisfechos, regresamos a casa por la tarde, cuando se empezó a poner el sol.

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En una cárcel malgache

Una mañana, tuve la preciosa oportunidad de entrar en contacto con una realidad más que delicada. François era un niño de apenas 3 años, el último de 4 hermanos. Cuando nació, sus padres, criminales, estaban en la prisión de Ankazondrano, en Fianarantsoa. ¿Te suena la historia?

Aquel día, la monja responsable de la guardería arregló al pequeño con mucho cuidado. François iba a visitar a su madre a la cárcel. Esta solo lo podía ver una vez al mes, mientras que el padre, encerrado en la misma cárcel, con los hombres, no tenía derecho a verlo.

Ya preparado, estreché en mis brazos a François y, con un grupo de voluntarios del centro de Ambalakilonga, fuimos a la prisión de Ankazondrano, a unos 20 minutos en coche desde nuestro orfanato. Teníamos planeado hacer pizzas con las presas. Los voluntarios del centro tenían un acuerdo con la cárcel con el fin de realizar actividades para los presos y así hacerles más amena la estancia en prisión.

Recorrimos el trayecto en silencio, bien porque el pequeño se me había dormido en los brazos, bien porque sabíamos adónde íbamos.

Me explicaron que la cárcel de Ankazondrano es una prisión que se divide en dos áreas, una para hombres y otra para mujeres. Ambas masificadas, en particular la de los hombres, donde 800 prisioneros viven en un espacio para unos 100. Asombrosamente, la puerta que conduce al patio de la prisión siempre está abierta. Un policía, cansado y aburrido, vigila la entrada desde una cabina estrecha e incómoda. Este conocía bien a los voluntarios de Ambalakilonga, por lo que pasamos sin problemas. Al entrar, hay un patio empedrado rectangular. Desde ahí se ven de seguida tres puertas: una a la derecha, otras a la izquierda y otra de frente. La puerta de la izquierda conduce a la capilla, grande y espaciosa, también rectangular. Los bancos lo ocupan casi todo. Cuando no se celebra misa, los presos malgaches pueden entrar, sea para rezar o sea para charlar. Allí conocí a Marcel, un joven recluso, sereno y vivaz. Al ver nuestra piel blanca, se nos acercó a preguntarnos, en un francés de aquella manera, si queríamos comprar algunas joyas que había elaborado con sus manos. Algunas de ellas eran pulseras, collares y anillos de plata y cobre. Fabricar bisutería es un pasatiempo típico de las cárceles de Magascar. Las pulseras y los collares repelen las energías negativas y los malos espíritus, según la creencia popular. Si ya de por sí cuestan muy poco, en prisión te los venden por unos 10 € (unos 20 000 ariary malgaches, la moneda del país). Yo le compré un anillo y una pulsera tradicional malgache que conservo a día de hoy. Como siempre, la sonrisa del joven artesano me ayudó a espantar mis miedos y prejuicios hacia las personas de prisión.

Por fin, llegó el momento de entrar en el área de mujeres, donde impartiríamos nuestra modesta clase de cocina. Las prisioneras nos esperaban ansiosas. Non muchas las actividades que organizan en la cárcel, por lo que cualquier novedad es bien recibida. De esta forma, matan antes el tiempo que les queda en prisión y de una forma más amable. Aun así, siempre hay reclusos que no siguen la norma. Recuerdo que algunas mujeres tenían una mirada vacía, en sus ojos no quedaba esperanza alguna. Mirando a mi alrededor, entendí el motivo de aquella tristeza. El área femenina estaba rodeada de muros, muros y más muros. El patio es el único lugar donde ven la luz del sol. Ahí, de hecho, estaba su cocina. Panes, hornillos y alguna que otra herramienta de cocina eran todo lo que las prisioneras podían utilizar para cocinar si lo deseaban.

Dentro del patio se encontraban los "dormitorios". No digo celdas porque las detenidas no tenían una habitación como tal. Solo disponían de dos salas amplias, una en la planta baja y otra en un primer piso, unidas por una escalera externa. Por la planta baja no se puede caminar, está todo el suelo cubierto de colchones y sábanas. Así dormían las presas, unas con otras, tiradas como perros. La sala de la primera planta era una habitación común que tenía solo dos mesas y un par de sillas. Me quedé alucinada cuando lo vi. Eso explica el sentimiento de vacío que vi en la mirada de aquellas presas.

Curiosamente, una mujer esperaba con impaciencia nuestra llegada. Pero no nos miró ni a la cara. Toda su atención se concentraba en el pequeño que portaba yo en brazos. Se trataba de su madre, quien se abalanzó sobre su hijo para cobijarlo entre sus alas, de forma que así sintiera todo el amor que una madre tiene por su polluelo. Se alejaron para jugar, reír y estrujarlo contra su pecho con todo el cariño del mundo mientras el resto seguía nuestra clase de cocina.

Teníamos todo preparado: separamos a nuestras estudiantes en dos grupos e hicimos la pizza. El horno del patio nos fue de gran ayuda. Así pasamos toda la mañana. No fue fácil. En más de una ocasión, tuvimos que frenar alguna que otra pelea entre varias chicas; discutían, se insultaban... Pero bueno, bien empieza lo que bien acaba, ¿no? ¡La pizza fue un éxito!

Cara a cara con el rapero más famoso de Madagascar

A unos metros del centro de Ambalakilonga se encuentra la parroquia de los salesianos, quien llevaron a Madagascar la figura de Juan Bosco. La Casa de Juan Bosco es el sitio donde se reúnen los jóvenes de Fiana y otros pueblos limítrofes. Los salesianos acogen cada día, sobre todo en verano, cuando cierran las escuelas, a muchísimos niños y adolescentes, organizándoles actividades educativas y de entretenimiento. La Casa de Juan Bosco conoce bien la realidad del orfanato católico y del centro de Ambalakilonga. Los tres lugares son, sin duda, los tres pilares de la cadena humanitaria que sostiene a la población local.

Una mañana, decidida a pasar tiempo los adolescentes del orfanato más desconfiados, me los encontré en su habitación supercontentos y emocionados. Enseguida entendí la razón: el famosísimo rapero Odyai, malgache, iba a dar un concierto en la Casa de Juan Bosco aquella misma tarde.

Su verdadero nombre es Randrianirina Jean Regis, pero, afortunadamente, lo llaman simplemente Odyai. Curiosa de saber quién era tal cantante, me informé sobre él con otros voluntarios y les pregunté por el precio de las entradas. Pensaba que estarían todas agotadas o que serían carísimas. Pero no. La entrada costaba poco menos de 1 € (3000 ariary) y el aforo era ilimitado. Madre mía, en Italia las entradas para los conciertos de los cantantes más famosos del país superan a veces los 100 €... Así que, toda contenta, le pagué la entrada a más de un chico. ¡Estaban superilusionados! El camino hacia la Casa de Juan Bosco estaba a reventar de gente. Muchos jóvenes pedían dinero para poder pagarse la entrada, otros intentaban colarse. La idea que tienen en Madagascar de concierto es muy distinta a la nuestra: el escenario sobre el que actuó Odyai (quien llegó casi 2 horas tarde, para variar) era un simple palco de madera, con apenas unos centímetros de altura, situado en mitad del campo de baloncesto del oratorio. Al principio, la gente se sentó en las gradas de cemento que había a un lado del campo, pero poco a poco se fue llenando la parte central que rodea el palco. A unos metros del cantante más famoso del país, bailaron y cantaron como nunca. ¡Tuve a la estrella casi cara a cara! Cualquiera podría haberlo tocarlo, haber dejado las gradas. Cuando estás rodeado de mucha gente, en Madagascar, hay que andarse con pies de plomo. Algunos niños aprovecharon para robar todo lo que pillaban. Durante el mes que estuve en el país, se llevaron mi cámara. Lamentablemente, la gente roba por desesperación más que por afición.

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Las canciones de Odyai, un joven con una voz melodiosa, se me metieron en la cabeza. Cantar en malgache es divertido: para un italiano, las sílabas malgaches son como un conjunto vocal (sobre todo la -a y la -i). Su sonido, por el contrario, parece incomprensible y algo gracioso. Aún hoy conservo en mi iPod algunas de sus canciones, como 'Mandehana' o 'Lasa masera'. ¡Me encantan! Fue el sol quien decidió el final del concierto. ¡Duró horas! Hacia las 18:30, el sol se ocultó entre las colinas y las montañas rocosas que rodean el altiplano donde se ubica el orfanato. La gente volvió a casa. No se veía nada por el camino, estaba todo oscuro, y encima, la piel oscura de los malgaches no me ayuda mucho... No fue fácil volver al orfanato. ¡Cuántos baches! Quien tenía un móvil usaba su luz para iluminar el camino. Pero la luz más importante estaba en el cielo: infinitas estrellas maravillosas brillaban en lo alto. Por el camino poco más y no lo cuento. Sin embargo, solo por el espectáculo que la naturaleza me estaba ofreciendo, valió la pena. Tendrías que haber visto mi cara. El espacio, qué digo, ¡el universo!, no ha estado nunca tan cerca del hombre como lo está de Madagascar. Aquella noche casi no pude dormir: era la primera vez que mi corazón sentía esa excitación por tal maravilla.


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