Destinos baratos y cercanos desde París: Amsterdam
El micro deBrugge a Amsterdam fue básicamente el único al cual no llegué corriendo, pero obviamente algo tenía que pasar en el medio para hacer de esa mañana algo destacable. Me levanté pasadas las 6 am porque tenía planeado bañarme, preparar todo y salir a comprar algo en una panadería cercana para desayunar y almorzar en el micro. Ya había chequeado dónde quedaba la boulangerie más cercana y hasta a qué hora abría. Todo parecía ir bien y, para mi conveniencia, estaba de camino a la estación que quedaba a no más de 10 minutos andando desde mi Airbnb.
Entré a la panadería y habré estado al menos 15 minutos eligiendo cautelosamente qué llevaría. Genial, tengo todavía tiempo antes de que salga el micro. Todo va bien… o no. Cuando voy a pagar el pedido de unos 12 euros, me informan que no aceptaban mi tarjeta francesa, sólo cash. Y, obviamente, no tenía suficiente efectivo. La señora de la panadería me indica que cruzando el puente había un cajero pero que iba a tener que dejarle algo para asegurarle que volvería. OK.
Con todo el frío de la mañana de Brujas y la llovizna, crucé el puente y llegué al cajero más cercano. El mismo estaba en Dutch, así que tuve que adivinar lo que se suponía que tenía que apretar en la pantalla para retirar plata. Intenté dos veces y me tiraba error… por algún motivo mi banco no me dejaba retirar efectivo de ese cajero. Sin saber qué hacer a las 7.20 am en el medio de la nada, volví a la panadería informando que no podía retirar dinero así que me iba a tener que llevar lo que sea que costara 8 euros que era todo mi capital.
Cuando la vendedora empezó a sacar las cosas de la bolsa, un señor de la fila le preguntó cuánto me faltaba para poder pagar y le dio esos 5 euros faltantes que me salvaron del apuro. Sin parar de agradecerle al señor (que, dicho sea de paso, pidió un beso o abrazo a cambio del favor), salí corriendo camino a la terminal para finalmente subirme al micro.
El viaje duró aproximadamente unas 5 hs y al llegar ya había arreglado encontrarme con Hannah, una chica sueca que conocí en diciembre de 2016 cuando estaba viviendo en Rio de Janeiro y que, justamente, estaba viajando por Amsterdam también. Llegué a la terminal y estaba lloviendo torrencialmente, así que intenté localizar el tren lo más rápido posible para ir a mi Airbnb a dejar mis cosas. Para mi sorpresa, el viaje en metro sale 3 euros en Amsterdam (mientras en París es 1.90) así que ahí empezó el gastadero de plata en esta ciudad que es ridículamente cara. Hay también unos pases por el día de 7.50 euros que son viajes ilimitados por 24 hs.
Hice un par de estaciones y llegué a destino. No sin antes tener que caminar de una vereda a la otra por unos 15 minutos intentando entender cuál era el edificio del Airbnb (que, vale aclarar, es super caro en Amsterdam también: lo más barato que conseguí fue 120 la noche). Me recibió una señora en pijamas, me explicó un par de cosas y me dejó en la habitación.
Cuando llegué a Amsterdam esa semana de octubre, llovía muchísimo, como dije, y enseguida sentí el cambio de clima con un frío arrasador que me hizo pensar que debería considerar el escaparle al invierno europeo lo más posible.
Después de unas dos horas remoloneando en la cama e intentando arreglar un punto de encuentro con Hanna, volví a aventurarme a las calles de esta ciudad tan diferente a todo lo que haya visto antes. Ya arranqué mal: me subí al tranvía equivocado y a eso le sumamos el pasar por una turista desorientada que no sabe dónde ni cómo sacar el pasaje. Me subí al último vagón del tram a las apuradas y un muchacho del otro lado de una especie de mostrador (sí, un mostrador ahí en el medio del tranvía) se dio cuenta de que, claramente, no tenía idea de qué hacía así que me ofreció su ayuda diciéndome que el ticket lo compraba ahí.
Compré el ticket entre quejas por su elevado precio (3 euros que te duran una hora) y resolví bajar lo más cerca posible de mi destino y simplemente caminar unas cuadras. Eso no sin antes pasar verguenza, nuevamente, al intentar bajarme del tram y entender que uno debía pasar su ticket por el lector para que las puertas se abran. Todo muy complicado por Amsterdam, pensé.
Bajé y ahí entendí que caminar por las calles de esta ciudad era una especie de deporte extremo: hay que ir esquivando las bicicletas (que, dicho sea de paso, ni paran, ni miran ni ceden el paso a los peatones, van en todas las direcciones y cruzan por donde les da la gana), los tranvías, los autos, los peatones apurados, y hasta a las palomas. Mi primera impresión de todo esto fue que era un lugar caótico, algo que me sorprendió porque uno nunca suele asociar Holanda con la palabra caótico en una misma oración.
En fin, después de estar parada unos minutos en una esquina cualquiera de la ciudad riéndome de todo esto, comencé a caminar en dirección al Café Bratch, punto de encuentro con Hanna. Primero pasé por el famoso cartel Iamsterdam, que estaba plagado de personas y me hizo pensar en el hecho de que no quiero nunca más vivir en ciudades tan turísticas. Seguí camino y llegué al pequeño café que parecía ser el living de una casa antigua y que estaba casi tan lleno de gente como el cartel de Amsterdam.
Me senté a esperar a mi amiga que llegó super emocionada y me recibió con un fuerte abrazo entre conversaciones cortadas por la emoción repitiendo el hecho de que no podíamos creer que, después de dos años, nos estábamos viendo de nuevo y en Amsterdam. La emoción continúo las dos horas que estuvimos ahí y que incluyeron a un amigo de ella que nos llevaría luego a una fiesta privada en un barco. Yo, claramente, muchas ganas de estar en un barco lleno de desconocidos en el medio de la lluviosa ciudad holandesa no tenía, pero ante la insistencia mi amiga, cedí.
Primero fuimos a la casa de un amigo de su amigo, un alemán que vivió muchos años en Asia y que hacía pocas semanas había comprado ese departamento inmenso cerca del centro de Amsterdam. No sabía si reír o llorar ante el hecho de que su baño era casi tan grande como la totalidad de mi estudio en París. Nos quedamos un rato tomando algo, intercambiando historias de viajes. Para cuando fue el momento de salir a la fiesta, yo ya estába más bien lista para irme a la cama, pero Hanna no iba a dejarme ir y por otro lado tenía que vivir la experiencia de estar en esa ciudad con locales.
Nos subimos al metro con dirección al norte de Amsterdam y caminamos unos 10 minutos bajo la lluvia antes de llegar al bote de la fiesta. Cuando llegamos tuvimos que meternos entre el barro para subir al mismo, algo que a mí ya me hizo entrar en pánico y que requirió tres personas ayudándome a bajar la rampa. Una vez arriba, nos pintaron las caras con pintura fluorescente y no paró de llegar gente con tragos en la mano que se sometía ante el mismo ritual de pintura facial en su arribo. Para nuestra sorpresa habían personas de todos lados: hablamos con chicas de italia, había locales, había gente de acá, de allá. Todos hablando un inglés fluido, tomando, divirtiéndose.
Alrededor de las 11.30 pm resolvimos que íbamos a intentar agarrar el último metro dirección al Red Lights District, y eso hicimos. Caminamos de nuevo los 10 minutos bajo la lluvia hacia la estación y recordando el recorrido de memoria. Agarramos el metro y, obviamente, nos bajamos en el lugar incorrecto. Preguntamos a un par de personas, caminamos más bajo la lluvia, nos metimos a otro metro y terminamos llegando a destino. Para cuando estábamos ahí, la lluvia y el viento eran tan fuertes que la idea más sensata era intentar volver al otro día. En ese escenario, esperamos un Uber por aproximadamente media hora hasta que finalmente llegamos cada una a su cama para escaparle a la fría Amsterdam.
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